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Wanda, Icardi, la China y la intelectualidad fascinada con lo banal

Por Rodrigo Seijas

(@rodma28)

Hay una parte de la “intelectualidad argentina” -término que nos sirve para agrupar a críticos, escritores y periodistas, entre otros- que, frente a la banalidad que despliega el mundo del espectáculo, suele tener dos comportamientos: el consumo irónico, con aire distanciado y canchero; o una fascinación extrema, que suele llevar a una sobreinterpretación de todo lo que se ve. Todo lo relacionado en su momento con el fenómeno de popularidad de Mauro Viale -reeditado con su muerte- tuvo las dos vertientes: desde “miro el programa de Mauro porque me encanta reírme de las estupideces que arman” hasta “guau, lo bien que sabe manipular Mauro al público y cómo lo que hace refleja los deseos y frustraciones de la sociedad argentina, bla bla bla”. El primer abordaje es más simplista, el segundo bastante más enredado -y también bastante más insoportable en su dialéctica pretenciosa-, pero los resultados de corto plazo tienden a ser los mismos: más rating para lo banal y superficial, flojedad total en el debate cultural. Y, a largo plazo, sucede algo parecido: los intelectuales sorprendidos y enojados porque las varas de consumo son cada vez más bajas, sin hacerse cargo de su rol en las causas y consecuencias. Esta vez, el disparador fue el interminable y agotador (por lo aburrido) affaire Wanda Nara-Mauro Icardi-Eugenia «China» Suárez, que ha promovido todo tipo de análisis: desde cuán divertida es esta comedia de enredos que nos sirve como instrumento escapista frente a la crisis política-económica; hasta la supuesta agudeza de Wanda para utilizar las redes sociales a su favor y llevar al público para su lado; pasando por cómo el asunto interpela las estructuras machistas o feministas de la sociedad; las diversas formas en que los eventos son abordados por los medios; las representaciones sociales que encarna cada uno de los protagonistas, bla bla, bla… Basta, gente. Basta de inflar tonterías y de tratar de sacarle agua a las piedras. Basta de artículos con aires sesudos y tono astuto y/o solemne sobre la nada misma. Horas y horas de debate, ríos de tinta dedicados a tres personas bastante limitadas y con una constante necesidad (entre económica y patológica) de ventilar el minuto a minuto de sus vidas privadas. Un par de memes bastarían y sobrarían, pero hay una intelectualidad que de vez en cuando pareciera aburrirse de sí misma y se obsesiona por un rato con el chisme del momento. Disfrutar de eso no está ni bien ni mal -son apenas cuestiones de gustos-, pero como la culpa está siempre acechando, la única vía para hacerse cargo de ese disfrute efímero pareciera pasar por el distanciamiento, la sobreexplicación o todo eso junto. El problema, claro está, no pasa por Wanda, Icardi, la China o los participantes de cualquier escándalo que salta de vez en cuando: al fin y al cabo, la culpa no es del chancho, sino de quien le da de comer. Es decir, de los supuestos analistas de la realidad que quieren cargar de sentido a algo que es pura superficie, alimentando a esa hoguera de las vanidades con más rating y repercusión. Y que, como no se animan a admitir que les apasionan las carnicerías privadas a la vista de todo el mundo, necesitan recurrir a conceptualizaciones rebuscadas que giran en el vacío. Para eso, mejor ser honestos con lo que se consume, pero también coherente: después, ya no vale hacer pucheritos con un paisaje cultural cada vez más desolador.


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