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Duna (1984)



MOVIMIENTO FALSO

Por Guillermo Colantonio

(@guillermocolant)

David Lynch gozaba de cierto prestigio luego del éxito de El hombre elefante. Tal es así que se había generado un aura de respeto autoral, capaz de hacer aparecer ofertas tentadoras desde el punto de vista de económico. Una de ellas fue la de George Lucas para que dirigiera la tercera parte de la saga de Star Wars (El retorno del jedi). Desconfiado y seguro de no poder manejar con libertad el proyecto, Lynch desistió. Paradójicamente, se negó a un monstruo para meterse en la boca de otro: Dino de Laurentis. El magnánimo productor italiano se había hecho de los derechos de Duna, la novela de Frank Herbert, y tras la frustrada negociación con Ridley Scott, se contactó con el joven realizador nacido en Montana. El resto es historia, pero bien podría considerarse parte de las pesadillas que tantas veces vimos en pantalla entre cortinas rojas. La relación Lynch/De Lautentis fue un verdadero infierno, y pese a que se pueden reconocer los toques del director en la versión comercializada inicialmente, se nota la falta de decisión sobre el corte final (hecho que motivó a Lynch a sacar su nombre de los créditos).

Ya, desde unos cuantos años, el proyecto venía maldito, cuando Alejandro Jodorowsky estuvo a punto de llevar el texto a la pantalla con la colaboración de H.R Giger y la música de Pink Floyd, y sin restricciones monetarias, sin embargo, el director chileno radicado en Francia fue un símil de aquellos técnicos de equipos de fútbol con presupuestos millonarios que nunca logran encontrar el once ideal. Al poco tiempo, todo se derrumbó y quedó como anécdota de culto. Cuando Lynch se hizo cargo de reciclar las ideas anteriores, reescribió el guion y fue en busca de otros artistas para plasmar su interpretación de la novela, pero los dolores de cabeza no tardaron en llegar. El primer inconveniente fue compartir rodaje y escenarios con Conan, el bárbaro. Los dos equipos sacaron a relucir su exclusividad en el manejo de los tiempos y los espacios, lo que originó una tensa relación. Sumado a lo anterior, las pujas sobre el casting tampoco contribuyeron a la cordialidad entre los productores y el mismo Lynch. Serían los primeros eslabones de una cadena de infortunios cuyo corolario es esa película que el realizador jamás hubiera querido filmar, pero que al mismo tiempo le posibilitó entender qué debía hacer de ahí en adelante con sus trabajos.

A pesar de todo, han transcurrido varios años, y a la luz de la nueva versión estrenada en las salas recientemente, hay signos alentadores y logros visuales en el tratamiento de la mítica historia en 1984.

Para Lynch las convenciones narrativas son herramientas para crear una atmósfera, la impresión de hacer que un fenómeno parezca extraño. Aún en películas donde el relato parece más clásico o lineal, como en Duna, el gusto por la experimentación puede ensamblarse con el cine popular. Aquí concibió una estructura en espiral y dejó que poco a poco los hechos se esclarezcan y los nombres se encarnen en sus personajes. Y en apenas unos minutos, las sucesivas secuencias nos perderán en tramas y acciones sin que estemos seguros por donde nos movemos.

El empleo de la voz interior también es un recurso innovador, lo que genera un efecto cautivante. Por ello, el principio es notable al respecto, y podría concebirse como una verdadera marca lyncheana: un rostro de mujer sobre cielo estrellado, y las palabras que comienzan a resquebrajar los límites entre fantasía y realidad. No se trata solo de una bella frase, sino de una declaración de principios: asistiremos a la creación de un nuevo orden, pero también a uno de los temas predilectos del director: el despertar del protagonista, el pasaje obligado a la madurez, y la búsqueda de la sexualidad. Este es el verdadero aporte significativo que aleja la adaptación del original y uno de los aspectos más estimulantes. Metáforas, alegorías, alusiones y referencias de todo tipo son parte esencial de la escritura fílmica de Lynch. A veces, están conectadas con el sexo. En Duna miles de naves penetran en lo que parece una gran nave nodriza cuya forma (un largo cilindro parecido a un lápiz) se asemeja al monolito de 2001 Odisea del espacio de Kubrick. La nave es una especie de falo, si se quiere, que a su vez posee un orificio vaginal. Varias criaturas, como el navegante en tercer grado que aparece al principio de Duna, presentan una dualidad fálico-vaginal similar. Los gusanos abren paso entre la arena y cuando emergen se abren en forma de vagina dentada.

Y como no podía ser de otro modo, en medio de una puesta en escena barroca, los contrastes vuelven a estar en la lógica de Lynch, a través del diseño y de los semblantes de sus humanos y sus criaturas. Allí está el Barón Harkonnen, un ser repugnante que lleva en su piel la bajeza moral que provoca el desorden industrial. Un médico cadavérico le dirá “Qué hermoso eres, Barón (…) tu piel es mi amor, tus enfermedades serán cuidadas con amor para toda la eternidad”. También, las diferencias de tamaño contribuyen a esta óptica contrastiva: la forma cilíndrica de la nave y el hecho de que otras múltiples y pequeñas penetren en ella a través de una ranura, da cuenta del gusto por los opuestos.

No faltarán tampoco los mensajes proféticos, los símbolos y las advertencias, ese conjunto de frases memorables que recorren la filmografía de Lynch. Aquí hay personajes que deben adivinar, escuchar presagios, más allá del destino que aparenta ser un cálculo matemático.

Movimiento falso, pero de los actos fallidos también surgen verdades personales.


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