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¿El final de la televisión abierta?

Por Rodrigo Seijas

(@rodma28)

Uno ve un episodio de La 1 5/18, la nueva tira de Pol-Ka, y queda claro que Adrián Suar sigue pensando y concretando sus diferentes producciones como si todavía estuviéramos en la época de Gasoleros y Campeones. Mira un par de minutos de Showmatch y es indudable que Marcelo Tinelli conserva una mirada sobre la televisión que no varió desde los noventa o principios del nuevo milenio. A la vez, fenómenos como los de MasterChef Celebrity muestran un resurgimiento de los reality que nos retrotraen cerca de dos décadas, a las épocas de Gran Hermano o Expedición Robinson. Lo mismo se podría decir de la vigencia de figuras como Marley, Mirtha Legrand y Susana Giménez, que es más un indicador del envejecimiento de un medio que de adaptación de esos nombres a los tiempos actuales. Ni hablar de la abundancia de enlatados, el despliegue casi enfermizo de programas de debate superficial al estilo Intratables y la escasez de ficciones nacionales nuevas. La televisión abierta se convirtió en los últimos años en una especie de expansión del Canal Volver: todo huele a naftalina y ni siquiera hay verdadera nostalgia, porque todo es repetición. Es cierto que la irrupción de los servicios de streaming y otras plataformas de entretenimiento (como YouTube) arrinconaron a los canales como ElTrece o Telefé. También que, por más que sus números de rating han declinado de forma sideral, hay unas cuantas producciones que siguen teniendo un lugar relevante dentro de la discusión cultural, gracias en buena medida al aporte de las redes sociales. Pero a esta altura es innegable que la televisión abierta muestra una resignación total a intentar construir productos de calidad y con cierto margen de riesgo. El esfuerzo creativo luce mínimo, muchas veces limitado a acumular nombres famosos para tratar de medir un poco más, dejando a un lado toda inventiva: eso, en los casos de Suar y Tinelli, es casi obsceno y no deja de mostrar un poco de desesperación frente a números decepcionantes. Y si los canales más poderosos ya hace rato que se apoyan en contenidos cada vez más esquemáticos, no es menos triste el papel que juega la TV Pública: uno repasa su programación y puede notar cómo la focalización en la producción documental es una buena excusa para dejar de lado contenidos ficcionales. De hecho, las repeticiones incesantes de Peter Capusotto y sus videos son una buena muestra de cómo el canal estatal solo parece empeñado en extrañar tiempos mejores. Al mismo tiempo, esa presencia del programa humorístico expresa una ausencia ya consolidada en todos los canales abiertos, que es la de la comedia y el humor, especialmente el político. La televisión abierta en la Argentina se asienta en los estudios, sale cada vez menos a la calle, recurre a formatos conservadores, es gritona pero no molesta al poder. En verdad, no molesta a nadie y quedó ubicada en un rol cada vez menos relevante. Sigue ahí, pero sin un propósito claro y ni siquiera tiene la energía para rebelarse. Todavía no está muerta, pero se está muriendo en cámara lenta. ¿Podrá resurgir y sacudir su propio espectro? El panorama luce ciertamente complicado.

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