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Luces de la ciudad (1931)



LA POLÍTICA DEL AMOR

Por Rodrigo Seijas

(@rodma28)

Seguramente haya mucha gente en desacuerdo -lo cual es totalmente válido-, pero creo que Luces de la ciudad es la película más dulce de Chaplin. Y también la más cruel. Y también la más divertida. Y también la más triste. En fin, creo que Chaplin supo resumir en ese film su mirada más concreta y acabada sobre el cine y el mundo. Y lo hizo unos cuantos años antes de Tiempos modernos (1936) y El gran dictador (1940), que quizás sean sus películas más famosas, además de las que transmitían con mayor visibilidad su mirada sociopolítica.

Pero lo cierto es que Luces de la ciudad era una película donde se podía ver casi sin esfuerzo la postura ideológica de Chaplin, o más bien su capacidad para posicionarse a partir de cómo leía el contexto que lo rodeaba. Es que estamos ante un film que interpelaba su tiempo como pocos, quizás la primer gran obra cinematográfica sobre la Gran Depresión y sus consecuencias sociales. El vehículo era un relato entre romántico, humorístico y dramático, donde un vagabundo -típico personaje de Chaplin- se enamora de una vendedora de flores ciega y decide juntar dinero de la forma que sea para que ella pueda operarse y recuperar la vista. Al mismo tiempo, entabla un vínculo muy particular con un millonario alcohólico, que solo lo reconoce cuando está borracho. Al hacer confluir ambas subtramas, la película se convierte en un ensayo sobre combinar y retroalimentar géneros y estéticas.

Tanto Orson Welles como Stanley Kubrick colocaban a Luces de la ciudad entre sus películas favoritas, lo cual no deja de ser lógico: ambos cineastas de enorme personalidad, admiraban una obra que era una muestra cabal del poder artístico que ostentaba Chaplin en ese momento. Ya en ese momento Hollywood había completado la transición del cine mudo al sonoro, pero Chaplin pudo darse el lujo de filmar una película que constituía un testamento de la era silente. Y que, al mismo tiempo, delineaba un perfecto retrato de ese presente de crisis económica, de marginación, de choques de clases, a partir de una estructura narrativa que daba la impresión de intentar sistematizar el caos. El andar errante del protagonista era también un poco el del film, que poseía un horizonte claro, pero que a la vez se permitía múltiples desvíos, que habilitaban la inventiva visual de Chaplin. Esa voluntad por encontrar situaciones imaginativas e insólitas llevaban, por caso, a la brillante secuencia de la pelea de boxeo, armada con un trabajo coreográfico brillante y que en cierta forma funciona como un tenue antecedente del género deportivo.

Y si Luces de la ciudad demostraba la ambición y originalidad de Chaplin al momento de exprimir las posibilidades del plano -por ejemplo, cuando construía desde la imagen el tejido urbano donde transitaban los personajes-, también nos dejaba en claro que estábamos ante un realizador que sabía cuándo economizar recursos. Pocas películas han mostrado el poder de los rostros como esta: hay varias escenas donde un par de simples gestos y expresiones dicen todo sin necesidad de mucho más, como si Chaplin quisiera dejar bien en claro las fortalezas que todavía podía exhibir el cine mudo, en una lucha estética a todo o nada. El clímax de esa apuesta está, obviamente, en la última escena, en un final conmovedor hasta las lágrimas, brillantemente pensado y ejecutado a partir de la expresividad de Chaplin y Virginia Cherrill, quien encarnaba a la chica ciega. Ese reconocimiento desde el contacto físico era también la culminación de una tesis sobre el mundo, el arte y las relaciones humanas. Los años siguientes serían para Chaplin de una lucha constante por mantenerse vigente, incluso a costa de enfrentamientos con distintos poderes políticos. Pero lo cierto es que ya había mostrado que no había nada más político que la soledad, el amor y la necesidad de la compañía mutua.

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