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El tío Dom



Por Marcos Ojea

(@OjeaMarcos)

No recuerdo el año en el que vi Rápido y Furioso por primera vez, pero sí recuerdo cómo fue. Mi viejo trabajaba haciendo vigilancia en un taller de autos, y una de las noches que lo acompañé la vimos en una computadora. Yo tendría once o doce años, e ir “trabajar” con mi viejo era una aventura y una actividad fuera de lo común, la posibilidad de estar despierto en un horario insólito, por más que no durara mucho y terminara desmayado sobre una silla. El taller tuneaba autos, y ahora pienso que el dueño, un rubio bastante chanta cuyo nombre no recuerdo, se sentía un poco Brian O’Conner. Era natural que fuera un fan de la película de Rob Cohen, aunque la copia que tenía estaba grabada en un cine, tenía audio en alemán (con unos subtítulos horribles pero funcionales), y se cortaba cerca del final. Creo que después la alquilamos para terminarla. Yo no entendía nada de autos, y sigo exactamente igual (no es una exageración, realmente no sé nada, solo conozco algunas marcas como quien sabe que existen la Coca y la Pepsi), pero lo que vi me resultó fascinante. Esa mezcla de acción, canchereada, culos y montaje de videoclip eran irresistibles para el Marcos de aquel entonces, y el hecho de que a mi viejo no le gustara demasiado la convertía en algo especial. La hacía mía.

Por aquella época comenzaba a desmarcarme de ciertos gustos heredados y a tratar de consolidar uno propio, con la irresponsabilidad y la falta de respeto propia de un adolescente que busca su identidad. Quiero decir, en mi esfuerzo por tener mi propio panteón de héroes, era capaz de cambiar a Schwarzenegger por Vin Diesel, y de apegarme a películas horribles solo porque eran modernas, contemporáneas a mí, y si a mis viejos no les gustaban era porque no las entendían. Unos años más tarde me pasó algo parecido, pero acompañado por mi vieja (que no tuvo la culpa): con ella empecé a ver un cine que mi viejo no soportaba, dramas ganadores de Oscars, cine nacional, películas lentas como una agonía que fueron allanando el camino para la llegada del joven adulto y pretencioso. Un tiempo en el que peregrinaba al Festival de Cine con una convicción casi religiosa sobre la superioridad intelectual de ciertas películas sobre otras. Por suerte pude saltar de ese barco, fundirme en un abrazo con Adam Sandler y pedirle perdón, pero eso es otra historia, con sus matices y contradicciones. La que estamos contando ahora tiene que ver con óxido nitroso y carreras clandestinas, pero sobre todo con La Familia, así, en mayúsculas.

Hace unos días las redes se llenaron de memes que tenían como protagonista a Dominic Toretto, y todos aludían con gran creatividad a la principal característica del personaje de Vin Diesel: la capacidad de justificar hasta las acciones más inverosímiles hablando de La Familia. El chiste surgió a partir del estreno de la novena parte de la saga (la décima si contamos el spin off inmediatamente anterior) y rápidamente se apagó, como casi todo lo que sucede en Internet (una excepción serían los memes de julio protagonizados por Julio Iglesias, que gracias al esfuerzo de algunos incondicionales duran todo el mes). Por mi parte, unos días antes había empezado a ver de nuevo las películas, con el propósito de terminar una saga que había abandonado en la tercera parte. Esa secuela, que cambiaba al protagonista por uno más joven y transcurría en Tokio, había sido determinante a mis quince años. Incluso me había comprado el disco con la banda sonora, y lo había llevado a un cumpleaños de quince con la intención de sacudirme al ritmo de Conteo de Don Omar. La vi varias veces, de la misma manera que diez años antes había visto una y otra vez El zorro y el sabueso. Si no me compré el DVD fue porque o no lo conseguí o no tenía la plata. Así y todo, no seguí con la saga, y no tengo una explicación oficial de por qué. Quizás tenga que ver con que ese jovencito snob del que hablábamos antes ya estaba asomando, y si consideramos que se estrenó cuando hice el último año de la secundaria, parece una razón bastante convincente.

Hay otros factores que intervinieron en mi decisión de ver una saga de nueve películas cuando casi no tengo tiempo para ver películas. Siempre descreí del concepto pasatista, ese que indica que ciertas obras son para consumir sin pensar, con el cerebro en modo avión. O mejor: siempre me molestó el espectador de cine pasatista que reniega de cualquier cosa que no lo distraiga, evadiendo así la posibilidad de verse atravesado, conmovido y lastimado por lo que ve. Claro que esta postura pertenece a una versión al menos una década más joven de quién escribe, pero a veces me pasa eso: durante largo tiempo creo que pienso algo porque antes lo pensaba, y de repente me detengo sobre eso y me doy cuenta de que no tiene sentido. Entre el trabajo, la paternidad, la pandemia y todo lo que hay en el medio, ¿cuál es el problema de ver una serie de películas ruidosas y absurdas que me acompañen un rato hasta que llegue el sueño? Es el lugar que podría ocupar una serie, pero casi nunca las termino.

Investigando después de ver la primera (porque sí, relajemos pero tampoco tanto) descubrí que la 3 ya no era la 3, si no que el canon ahora la ubicaba entre la 5 y la 6. Así que después de la 2 (que quizás sea la mejor) pasé a la 4, donde la saga termina de dar forma a su credo y empieza a predicarlo y expandirlo en sucesivas secuelas. En el centro de todo eso está La Familia, ese conjunto complejo de individualidades que para Toretto es mucho más simple. Es el concepto que le permite (a él y a las películas) decir y hacer cualquier cosa, a partir de una bajada de línea constante sobre lo que es y lo que debería ser una familia. Personajes que se salvan de accidentes en apariencia mortales, otros que vuelven de la muerte, la suspensión de todo verosímil en favor de guiones imposibles, con una pérdida a veces escandalosa de lógica y coherencia dentro de la narración. Todo se justifica con La Familia, y es por eso que ver a partir de la cuarta película al calor de lo memes realza la experiencia y la vuelve fascinante y adictiva, mala para la salud como casi todas las adicciones. En un punto uno quisiera que fuera Toretto y no Brian el que abandona la saga (aunque sabemos que esa baja responde a motivos extra cinematográficos, y la verdad es que para esa altura el personaje de Paul Walker también estaba insoportable).

Hace poco, bromeando sobre Rápido y Furioso, Nicolás Pratto me preguntó si una película mala podía ser salvada por producir buenos memes. Le dije que me arriesgaba a responder que sí, y la cuestión podría continuar pensando en para quién o para qué se salva esa película. En mi caso también aparece la familia, pero no el concepto Toretto, noble en el fondo (los amigos como familia) pero sepultado y maniatado a fuerza de subrayados y discursos, si no el más directo y sanguíneo: mis viejos. Con los años entendí que la primera parte no es más que una actualización licuada y llena de defectos de Punto límite (obra maestra), pero para mí es el recuerdo de aquella noche con mi viejo, y de la búsqueda de aquellas películas que iba a mostrarles a mis amigos para que supieran quién era yo. Una estantería que nunca pude llenar con clásicos o con aquellos films que había que ver para saber de cine, aunque más tarde terminé viendo varios de ellos. No estoy seguro de haber desarrollado ese gusto propio que tanto anhelaba, porque considero que el espectador que ama el cine está en constante formación hasta que se muere. Por eso desconfío de los que predican a cada rato que el cine está muerto, aunque quizás sea su manera de no sentirse desplazados, de provocar en un mundo que ya no les presta mucha atención. Al final no hay más que un espectador y una pantalla. Es una relación íntima, que pelea corto y al cuerpo, y que permite, al menos para mí, tender puentes con la propia historia, recordar, evocar, pensar y escribir. A veces, cuando estoy por ver una película que le podría haber gustado a alguno de mis viejos, una de acción, una de aventuras, un dramón lleno de golpes bajos, me digo en silencio: “esta la veo con vos”. Pero también doy lugar a que los espectadores y los compañeros se renueven. Supongo que tiene sentido entonces que el final de Rápido y Furioso 8 (todavía no vi la última), una película que a su modo monstruoso y torpe habla de la familia, lo haya visto con mi hijo en brazos. Es la suerte de confiar nuestras historias a las películas que vemos, las buenas y las malas. El cine tiene lugar para todos.

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