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La noche de las narices frías (1961)



DISNEY FILMA UNA DE HITCHCOCK

Por Rodrigo Seijas

(@rodma28)

A principios de los sesenta, Disney estaba en serios problemas: el fracaso de La bella durmiente (1959) había dejado al estudio con gran cantidad de deudas. Esto generaba un dilema para el estudio, que por un lado necesitaba con urgencia un éxito, pero también recortar gastos: se hablaba incluso de la chance de cerrar la división de animación, con la compañía enfocándose en películas de acción en vivo, la televisión y los parques temáticos. Pero apareció la ayuda de Xerox y la tecnología de fotocopiado (conocida como Xerografía), que abarató costos y permitió ese milagro llamado La noche de las narices frías, horrible traducción para el mucho más simple y atractivo 101 dálmatas. Un milagro que no solo fue económico (el film fue un enorme suceso en la taquilla y reposicionó a Disney como el estudio de animación de referencia), sino también estético y narrativo: estábamos ante una película que tomaba toda clase de riesgos en vez de ir hacia lo seguro.

Por empezar, con el cambio de trazo en la animación, La noche de las narices frías se alejaba de la impronta visual habitual de Disney, a la vez que se zambullía en un urbanismo inhabitual en la filmografía del estudio. Particularmente en la primera parte del relato, la historia de amor entre los dálmatas Pongo y Perdita, que iban a la par de la de sus dueños, Roger y Anita, tiene como telón de fondo a una Londres inmensa e íntima a la vez. Una Londres que moldea a los héroes de la historia -tanto animales como humanos- y que también sirve como cobijo de esa villana tan particular que era Cruella de Vil. Lo que hace el film con ese personaje es llamativo: con apenas un par de gestos y acciones, nos deja en claro su carácter repulsivo y la vez fascinante a pesar de sus motivaciones difusas, que solo quedan más claras más adelante. Su funcionamiento es por clara oposición frente a la pureza de los protagonistas -delineados en buena medida por el suave tono de la voz narradora de Pongo-, lo que va configurando progresivamente el duelo de voluntades.

Pero donde La noche de las narices frías daba un salto de calidad que todavía hoy la distingue es en su segundo tramo, que establece un puente entre la urbanidad de Londres y la ruralidad que rodea a la mansión De Vil, donde están secuestrados los cachorros. En primera instancia, con la magnífica secuencia del “Ladrido Crepuscular”, en la que distintos perros van pasándose la noticia del secuestro de los dálmatas para alertarse mutuamente. Luego, con la huida de la mansión y la fuga posterior a través del campo, que culmina en una persecución automovilística electrizante. En todos estos pasajes, el film, que ya venía estableciendo lazos con la tradición del humor inglés, se da la mano con el cine de Alfred Hitchcock. De hecho, los últimos minutos ya son directamente un thriller hecho y derecho, donde las apariencias y disfraces tienen roles decisivos, a la vez que se juega con gran inteligencia con la información de la que dispone el espectador, pero no algunos de los personajes. Allí también Cruella adquiere un carácter definitivamente amenazante y anticipatorio en su locura manifiesta, que tomaba algo del Norman Bates de Psicosis, a la vez que funcionaba como antecedente de villanos del Disney de los noventa, como el Jafar de Aladdin, o el Scar de El rey león. Una villana irredimible y sociópata sin vueltas, pero aun así particularmente carismática, que quizás no necesitaba la precuela explicativa que es Cruella.

Claro que, luego de elevar las pulsaciones a mil, de poner los pelos de punta, La noche de las narices frías tenía un cierre feliz y luminoso, digno de la mejor tradición Disney. Y que no dejaba de representar una parte de la tradición hitchcokiana, esa que operaba desde el choque de perspectivas y capas genéricas, jugando con los límites de lo tolerable. Al fin y al cabo, el que no arriesga no gana, y tanto Disney como Hitchcock eran ganadores puros.

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