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Un príncipe en Nueva York (1988)



EL REY DE LA COMEDIA

Por Rodrigo Seijas

(@rodma28)

En los ochenta, Eddie Murphy era una de las estrellas más poderosas de Hollywood. Su salto a la fama se había dado con Saturday Night Live, pero había sido una estrella capaz de dar el salto a la pantalla grande y construir un universo propio que incluso trascendía la comedia. Prueba de eso eran éxitos como 48 horas, De mendigo a millonario y, principalmente, las dos entregas de Un detective suelto en Hollywood, que se explicaban en buena medida por su presencia. El carisma de Murphy le permitía moverse sin problemas entre la comedia pura, pero también el policial y la acción. De hecho, habría que preguntarse si su recorrido no tuvo algún tipo de influencia para que alguien como Bruce Willis -que venía de la comedia televisiva- fuera elegido para el protagónico de Duro de matar. Y una película como Un príncipe en Nueva York lo mostraba en la cima de su poder, como autor de la idea y eligiendo a John Landis -con quien ya había trabajado en De mendigo a millonario– para que se haga cargo de la dirección.

Pero también el film mostraba a un artista con un poder justificado no solo desde su éxito sino también desde su creatividad. Un príncipe en Nueva York tenía un argumento que podía parecer simplón -un príncipe africano que viaja a Nueva York para encontrar una esposa a la que pueda respetar por su inteligencia y voluntad-, pero que también funcionaba como un vehículo perfecto para una enorme variedad de ideas. Ya desde el mismo arranque había una lectura sobre las castas privilegiadas, sus relaciones de poder y el mundo artificial en que se mueven donde Murphy reforzaba los métodos caricaturescos que había desplegado desde sus tiempos televisivos y del stand up, pero con un sentido indudablemente cinematográfico. Quizás por eso el actor eligió a Landis -con quien se llevó muy mal durante el rodaje-, un realizador que siempre supo inyectarle dinamismo y distintas capas estéticas a su puesta en escena. Si todo parecía servido para el sketch o lo episódico (y convengamos que algo de eso hay), Un príncipe en Nueva York pide pantalla grande en cada uno de sus minutos.

Aunque sus primeros momentos son más que interesantes, es a partir del arribo de protagonista a ese barrio pobre que era Queens que el film crece significativamente en su atractivo. Murphy mostraba acá que no solo era un comediante con un gran dominio de la escena. También era un artista con un ojo inteligente para retratar ese espectro amplio que era la clase trabajadora norteamericana, que involucraba distintas capas, cada una con sus ambiciones y perspectivas que no necesariamente confluían armoniosamente. Y a la vez, se mostraba con un actor con un manejo fluido de los códigos románticos: con un par de trazos, el vínculo entre su personaje y el Shari Headley era la base adecuada para una historia de amor que encajaba sin problemas dentro del relato mayor. Un príncipe en Nueva York era muchas cosas a la vez: una historia de amor, de crecimiento, de aprendizaje, una comedia familiar y social, además de una pintura profunda del tejido urbano neoyorquino de finales de los ochenta, muy distinto al de la actualidad.

Se podrá cuestionar de Un príncipe en Nueva York cierta dispersión narrativa y un estiramiento de las acciones que conspira levemente contra los resultados finales. Pero eso también era parte de una apuesta por el despliegue de ideas, personajes y subtramas, donde muchos podían tener su lugar. Murphy, que también se revelaba aquí como un gran jugador de equipo a la hora de la comicidad, aportaba su granito de arena al conjunto de referencias que luego tendrían los cines de gente como Judd Apatow, Adam McKay y hasta Adam Sandler. Es que en el momento del nuevo éxito que significó Un príncipe en Nueva York, era el dueño del trono de la comedia norteamericana, lo cual genera más decepción teniendo en cuenta los pobres resultados que arroja la secuela.

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