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Vitaminas para el amor (1952)



LA ESTUPIDEZ DE LA ETERNA JUVENTUD

Por Mex Faliero

(@mexfaliero)

La screwball comedy brilló mayormente entre los 30’s y los 40’s, y Howard Hawks fue uno de sus autores fundamentales. No podríamos decir que el director perdió su relación con la comedia ni que el género entró en decadencia, pero es cierto que para los 50’s cierta estructura clásica comenzaba a perder la injerencia cultural que había logrado a partir del envejecimiento de sus figuras principales. Aquella fue una década de quiebre hacia otras posibilidades del humor fílmico, que bien representaron fundamentalmente en los 60’s tipos como Jerry Lewis o Billy Wilder (y claro, todo el cine europeo que se instalaba en las pantallas del mundo). Sin embargo, como testimonio y testamento del fin de una época -y de la trágica imposibilidad de regresar a los años dorados- Howard Hawks estrenaría en 1952 Vitaminas para el amor, una screwball comedy que aprieta el acelerador mucho más al fondo de lo que el género lo había hecho nunca. Una película feroz, desenfada, que ya desde el mismísimo comienzo pone en evidencia el artificio que la constituye: allí vemos a la pareja protagónica saliendo de su casa, para inmediatamente escuchar la voz del director dándole una orden a Cary Grant. Esa ruptura del verosímil nos prepara para una película que reflexionará sobre su propia esencia con un nivel de desquicio increíble.

Como solía ocurrir en las comedias de rematrimonio, los protagonistas son una pareja un poco abrumada por sus obligaciones (Cary Grant y Ginger Rogers sacándose chispas en cada diálogo) y con compromisos sociales de los que no saben si tomar partido o no. El aburguesamiento como consecuencia del matrimonio y la convivencia y el paso del tiempo. Y este dato se atará con lo que sigue: Grant es un científico que está trabajando en su laboratorio con un grupo de chimpancés para probar una fórmula de rejuvenecimiento (todo lo que sucede en el laboratorio es un ejemplo de comedia física y verbal, con personajes entrando y saliendo del cuadro, una aplicación voluminosa del slapstick, situaciones cómicas que se construyen en los márgenes del plano y diálogos veloces repletos de juegos de palabra). Claro que todo sale mal, la fórmula llega por accidente al dispenser de agua y alguien la toma. A partir de ahí, Vitaminas para el amor quebrará su ritmo inicial para volverse una de las comedias más lunáticas filmadas en Hollywood (incluimos algunas películas contemporáneas que se creen muy locas). Lo que sucede entonces es que una vez que los personajes beben la fórmula comienzan a comportarse como jóvenes insoportables, enamoradizos, atrevidos, lascivos, alejados de la seguridad y el conservadurismo con el que han aprendido a comportarse en sociedad (son como un anticipo del Jekyll y Hyde que Lewis traería luego en El profesor chiflado). Y la película misma rompe con cierta tersura narrativa para volverse imprevisible e inverosímil, como esos adolescentes un poco idiotas y creídos de sí mismos.

Vitaminas para el amor es como una suerte de canto de cisne de una generación (Hawks, Grant, el consagrado guionista Ben Hecht), pero en el que no hay melancolía ni tristeza. Lo que hay es una decisión de matarse de risa y aceptar, a pura joda, que ya están grandes para ciertas cosas y que desear la juventud eterna es una sencilla estupidez. Algunos podrán leer en la película que su mirada sobre los jóvenes es un tanto conservadora, pero en verdad el humor está puesto en relación a quienes no aceptan el paso del tiempo. Y más allá de lo que diga, lo que la vuelve incomparable son sus ideas humorísticas y su sentido del absurdo, que llega a niveles insuperables en su última media hora, con confusiones épicas en las que por ejemplo alguien cree que su marido se ha convertido en un niño. No hay dudas también que en el espíritu de Vitaminas para el amor hay mucho de cartoon, de dibujo animado, de inventar cosas para romper con todo. La buena comedia es la mayor fábrica de felicidad que existe y esta película lo demuestra.

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