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El espía que vino del frío (1965)



NO ES FÁCIL SER ESPÍA

Por Mex Faliero

(@mexfaliero)

La precipitación del fin de año, los balances, la acumulación de tareas, el agotamiento de un 2020 que nos pasó por arriba de manera impiadosa hizo que la muerte del escritor John le Carré nos pasara un poco inadvertida. Casi como si el propio Le Carré hubiera elegido para morir una época del año en la que, como si lo hubieran deseado los espías de sus novelas, pasar desapercibido era decididamente un objetivo. Por eso, un poco tarde, estamos eligiendo recordar al ex espía y escritor con la primera adaptación cinematográfica de su obra: El espía que vino del frío de Martin Ritt. Le Carré se fue dejando una serie de novelas que tal vez tenían un motivo claro: limpiar del exceso de refinamiento y ligereza que la literatura y el cine habían construido alrededor de los agentes secretos. Para Le Carré no había nada demasiado suntuoso en la vida de los espías, todo estaba más cerca de una historia kafkiana que del James Bond de Ian Fleming, autor del que tomó la posta allá por los 60’s para reconfigurar el género: es que bajo su óptica no es nada fácil ser espía.

En El espía que vino del frío Richard Burton interpreta a Alec Leamas, un espía que se ve envuelto en una trama entre dobles agentes, traidores y claras referencias a cómo la Guerra Fría liquidó cierta honestidad intelectual y vulgarizó la política y las relaciones entre el Este y el Oeste. Si el estilo Bond estallaba por entonces en los cines del mundo, con gadgets maravillosos, villanos de lo más kitsch, estilo y las chicas más lindas del mundo, Le Carré nos mostraba el detrás de escena burocrático del asunto: misiones desangeladas y cero glamour. Y exhibía al agente secreto, el de campo, el que se mete en la acción y se juega el pellejo, como apenas un peón que cree estar un paso delante de la jugada pero termina descubriendo que iba cinco detrás. Ese universo en blanco y negro, melancólico, administrativo, de ligeras tensiones y bastante solitario, donde el amor es una posibilidad de escapatoria, cuenta en la película con una representación impecable y un Burton que juega al antihéroe trágico con gran aplomo.

Hay en la mirada de Le Carré sobre el espionaje algo de sorna, de humor subyugante que nunca explota; y por qué no, de decadencia, que es un poco la sátira de la tragedia. Una decadencia que el autor observó en aquel entonces, que uno pudo ir descubriendo a lo largo de su obra y que el cine supo capturar: lo que ocurre en El espía que vino del frío lo pudimos ver luego en El topo, en La Casa Rusia, El hombre más buscado o en la miniserie The night manager. Sin embargo hay algo que Ritt -gran artesano que podía manejar cualquier género con inteligencia- supo construir es ese universo mustio, ayudado por un blanco y negro ejemplar. La película contiene algunas imágenes callejeras, un realismo sucio por donde el protagonista vaga, que traen a la memoria los recursos del free cinema inglés. Pero Ritt tiene un logro mayor, hace que esta historia desencantada, un poco cínica, que pone en crisis valientemente algunos discursos sociales y políticos que por entonces eran muy fuertes (pensemos que estamos ahí nomás del Mayo francés), emocione a partir de la angustia existencial de Leamas o por ese amor real que surge con la bibliotecaria que interpreta Claire Bloom. “¿Qué te imaginas que son los espías? ¿Sacerdotes, santos, mártires? Son una lamentable procesión de idiotas, vanidosos y traidores, maricas, sádicos y borrachos, personas que juegan a los cowboys e indios para alegrar sus vidas podridas”, dice en algún momento Leamas, en el gran monólogo con el que El espía que vino del frío planta bandera sobre sus criaturas y sobre el mundo.

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