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MAR DEL PLATA 2020: Competencia Internacional – Día 7


Shiva Baby, de Emma Seligman / 6 puntos


El perfil de la joven protagonista de esta comedia negra es visible en muchas películas contemporáneas, a saber, sale con hombres más grandes, mantiene vínculos problemáticos con su familia, el entorno se le hace insoportable y está en busca de su sexualidad. La nota diferencial es que el derrotero (a priori dramático) se perfila para el terreno del humor, en una historia con matices opresivos, filmada para generar asfixia y en un mismo espacio dramático, un funeral judío. El punto de vista, excesivamente enfatizado por una cámara omnipresente, construye un mundo, el de los adultos, de apariencias y obligaciones, y con todos los condimentos necesarios para que quede claro aquello que apesta a los adolescentes: intromisiones familiares, reglas de cortesía y fervor religioso. Mientras ella quiere desarrollar una carrera universitaria bajo la impronta feminista, los consejos sobre lo que debería ser llueven por los cuatro costados. Mientras tanto, Danielle reacciona como puede, porque además del estorbo de gente que apenas conoce, están las dos versiones de su amor: su sugar daddy y una amiga del barrio. Frente a la imposibilidad de reaccionar con la racionalidad que los otros demandan, ella navega por el lugar, amontona comida en un plato para luego devolverla a la mesa, mira para todos lados con expectación y transmite un ahogo que compartiremos. La supuesta felicidad de los demás, con sus poses, frases y rituales, es percibida por una visión que deforma y que pareciera buscar la implosión interna. Uno adivina que el estallido se puede producir en cualquier momento. Ahora bien, si esa tensión y algunas escenas de humor funcionan bien, hay que decir también que es una película que no pasa del plano medio y cuya duración acaso dé la impresión de un sketch estirado, trabajado para un horizonte de dos palabras que resumen la desorientación generacional. Guillermo Colantonio


Nosotros nunca moriremos, de Eduardo Crespo / 8 puntos


Una madre viaja con su hijo adolescente a un pueblo, donde acaba de morir su otro hijo. Hay trámites que realizar, definir algunos asuntos con la policía local, reconocer el cuerpo, ordenar la casa donde vivía, enterrarlo. Nosotros nunca moriremos parece una road movie, porque hay un viaje y hay rutas y paseos en auto, pero en verdad todo transcurre en la quietud del pueblo. Aunque sí: Crespo apuesta por el movimiento y la travesía interna, la de esa madre que irá descubriendo cosas de su hijo, que además de trabajar en un campo de golf era bombero voluntario. Y también la de ese chico, hijo y hermano, que comenzará a atravesar esa etapa misteriosa de dejar atrás la infancia para conocer el mundo de los adultos. La relación entre ambos es de dependencia, aunque es una dependencia que irá cambiando de mando: es primero la madre la que avanza estoicamente, hasta desmoronarse, y luego será el hijo el que tenga que hacerse cargo de otras situaciones. “Usted se quiere ir a una ciudad más grande”, le dice la madre a lo que el chico responde: “Nunca la dejaría sola”. Nosotros nunca moriremos es una película de un pudor notable, y de una amabilidad infrecuente entre los personajes y hacia el espectador. Un cine nacional que se nutre de ciertos recursos del cine independiente, pero que nunca incurre en la pose snob de tantas producciones festivaleras. Hay humanidad, emociones sencillas, gente buena expuesta con sensibilidad y una gran actuación de Romina Escobar. Mex Faliero

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