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La mujer del cuadro (1944)



LA VIDA ES JUEGO… Y CRIMEN

Por Mex Faliero

(@mexfaliero)

En los primeros minutos de La mujer del cuadro, Fritz Lang resume todos los temas que expondrá luego en su precisa narración: en su escena inicial, un profesor habla sobre el crimen desde una perspectiva moral, distingue que hay formas de llegar al asesinato y destaca variantes, como el que llega a matar en defensa propia. En la siguiente escena, y luego de despedirse candorosamente de su familia, el profesor se encontrará con unos amigos y el diálogo avanzará sobre el paso de los años, el deseo masculino en ese estadio de la vida, la mentira y el engaño. Hay en ese diálogo, por contexto y por la propia materia de los involucrados (hombres de reputación y estatus social, que representan diversos espacios de poder), una mirada de clase evidente. Lo que vendrá luego, cuando el profesor Richard Wanley (Edward G. Robinson) se encuentre con Alice Reed, la mujer del cuadro que reza el título (Joan Bennett) -verdadera obsesión personal-, será una demostración de cómo determinados asuntos no son más que conceptos que se esgrimen públicamente y se vuelven confusos en lo privado: Wanley y Reed serán cómplices de un crimen, primer peldaño de una serie de enredos que observarán de frente a la hipocresía de los altos estratos de la sociedad. La primera parte de la película es la teoría, lo que sigue es la práctica. Y en ese juego de dualidades, La mujer del cuadro está repleta de espejos.

Lo que sucede en La mujer del cuadro es propio de su época, y más aún de un director como Lang, que al igual que Hitchcock abordaba cuestiones morales desde una perspectiva lúdica (tal vez Lang era menos moralista que el británico), pero hay que reconocerle al director alemán que lleva todo más allá de los extremos. Ese juego que monta Lang aquí es tanto narrativo como temático: en lo narrativo riza el rizo de la situación criminal, llevando al profesor por un tour de force de lo más tortuoso, donde avanza tapando sus huellas mientras la Ley le va pisando los talones. Lo que propone Lang es sumamente divertido y, por momentos, inverosímil, algo que se resolverá hacia el final. Y desde lo temático, el director juega con la moral de su personaje (y por lo tanto con la moral del espectador) de una forma fascinante, no solo porque lo pone en el lugar de querer que nunca se descubra el crimen, sino también en el lugar del que justifica determinadas acciones. El profesor Wanley no solo disfruta que no lo descubran a él como autor del crimen (aunque lo padece bastante), sino que no descubran sus formas de tapar lo que hizo: puro juego. Y todo esto no hace más que desarmar el discurso inicial del protagonista, desarticulando un discurso ético que no es más que la negación del propio deseo y una forma de reglar lo correcto.

Cuando la situación parece asfixiar a los protagonistas, La mujer del cuadro resuelve todo de una forma un poco polémica, en un recurso que ha sido utilizado hasta el saqueo y la profanación. Sin embargo lo que sucede después de ese giro sorpresivo es magnífico: el gesto de Wanley (un Robinson impecable) al observar cómo la repetición lo acerca nuevamente al crimen, su desdén ante la situación que advierte, convierte todo en una gran sátira, en una comedia de la condición humana. Cínica y monstruosa, claro que sí, pero no menos divertida.

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