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Detroit Rock City (1999)



FIESTA DE ROCK Y AMISTAD

Por Mex Faliero

(@mexfaliero)

Cuatro amigos que se enfrentan al último día de clases, hormonas revueltas, drogas, rock and roll, un viaje y la promesa de un concierto de Kiss como evento cumbre para el fin de la adolescencia. Es 1978 y los excesos de control y conservadurismo que persisten como coletazo de una generación que se evapora generan el campo ideal para que los protagonistas griten a los cuatro vientos sus deseos, aquello que los hace sentir libres. Como muchas comedias adolescentes, Detroit Rock City narra un episodio que ocurre en un tiempo y espacio delimitado: el momento que va desde el final del ciclo lectivo hasta el concierto de la mítica banda de Simmons y Stanley. Y la mirada retrospectiva, siempre necesaria, que es no solo sobre un tiempo idealizado sino sobre un momento de la vida personal también idealizado, aún en sus miserias, como es la juventud.

La película de Adam Rifkin tiene inevitablemente en el espejo retrovisor a dos obras claves del cine norteamericano, si hablamos de adolescencia y nostalgia, como son American graffiti de George Lucas y Rebeldes y confundidos de Richard Linklater. Incluso toma bastante del molde de I wanna hold your hand de Robert Zemeckis, trocando la obsesión por The Beatles por la obsesión por Kiss. Pero a diferencia de aquellas la melancolía ocupa un lugar menos preponderante, ya sea porque entiende que la juventud es un estadio que puede trasmitirse a otras etapas de la vida (eso la convierte en una película eminentemente rockera), como también porque en 1999 la comedia norteamericana estaba estallando con nuevas figuras y nuevos autores, y el humor, el disparate y la velocidad de esos exponentes (de Sandler a los Farrelly) exigía cierto nivel de descontrol lindante con la lógica del dibujo animado clásico. En ese sentido la secuencia de arranque es memorable, cuando la temible madre de uno de los chicos (Lin Shaye, que de hecho había trabajado con los Farrelly) se prepara para relajarse en su living y escuchar un disco de los Carpenter y termina volando por los aires cuando de repente Kiss sale por los parlantes a todo volumen. También en esa senda va otra escena en la que el pobre Jam (Sam Huntington), hijo de aquella mujer demoníaca que lidera un grupo de madres de la buena conciencia, quiere atender el teléfono en su habitación y se termina enredando con un aparato para hacer gimnasia. El manejo del humor físico por parte de Rifkin es magistral, dominando absolutamente el efecto por medio del montaje pero también de lo imprevisible.

La comedia para Rifkin es precisamente un camino intervenido por lo inusitado. Y eso lo entiende también el guion de Carl V. Dupré, armando y desarmando la trama a partir de las necesidades del género y de una narración que fluye de manera increíble. Si Detroit Rock City es en primera instancia una comedia sobre la vida escolar, luego se convierte en road movie con los personajes emprendiendo el viaje hacia Detroit para ver el recital, y finalmente en una comedia urbana fragmentada, con los cuatro protagonistas surfeando la ciudad en solitario mientras tratan de encontrar la forma de entrar al concierto. Es sorprendente cómo la película va descubriendo, junto con sus personajes, las probabilidades del relato, que no son otra cosa que las probabilidades que ellos mismos tiene enfrente para sí y para lo que seguirá en sus vidas: rebeldías varias, definiciones personales, enfrentamiento con temores típicos de la edad. Todo sucede desde la experiencia y nunca se verbaliza. Ahí, en el descubrimiento individual de cada personaje, Detroit Rock City mezcla desparpajo con la ternura, incorporando algo del espíritu de las comedias adolescentes de los 80’s.

Un detalle no menor es la presencia de Gene Simmons como productor (cuenta la leyenda que toda la etapa de preparación esta película sirvió para una gran crisis interna en la banda, con celos y disputas varias), lo que vuelve a Detroit Rock City, también, en una suerte de merchandising oficial de la banda, un objeto coleccionable para los fanáticos. Por eso que el logro de Rifkin es mayor, ya que su película funciona por encima del fanatismo o de la cercanía que el espectador tenga con la banda, ya que lo que hace es traducir a Kiss como síntesis del rock y del espíritu juvenil. En ese puente entre objeto y sujeto, Detroit Rock City define sus intenciones. Por eso el final es perfecto: una voz que grita algo así como “ahora vamos a darles lo que vinieron a buscar” y ahí salen los Kiss -plano desde la boca de Simmons incluido- para que la fiesta sea perfecta. Los personajes lograron su objetivo y no hace falta más nada: fiesta de rock y amistad.

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