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Casco de acero (1951)



UNA CRÓNICA BÉLICA

Por Rodrigo Seijas

(@funcinemamdq)

Hace unos días tuve la oportunidad de ver Greyhound, donde Tom Hanks vuelve a demostrar que su mirada clásica sobre el cine no solo pasa por sus performances actorales, sino también por su trabajo como guionista y su vínculo con los directores, en ese caso Aaron Schneider, un realizador indudablemente a seguir y tener en cuenta a futuro. Durante todo el metraje (apenas algo más de ochenta minutos) me persiguió la sensación de estar viendo una película bélica de los cuarenta o cincuenta, muchas veces perteneciente a la Clase B de Hollywood. Esa Clase B directa y cruda -aunque no necesariamente violenta-, pletórica en relatos pequeños, concisos y sumamente efectivos.

Por eso no viene mal recordar un film como Casco de acero, de Samuel Fuller, un realizador emblemático de esa productiva Clase B, acostumbrado a trabajar con premisas y presupuestos mínimos, a los que exprimía al máximo. En este caso, con un relato situado durante la Guerra de Corea y centrado en un soldado que, luego de ser herido y hecho prisionero, consigue escapar gracias a la ayuda de un niño coreano huérfano. Ambos se terminan uniendo a un nuevo pelotón que tiene la misión de tomar una posición enemiga en un templo budista. No pasa mucho más que eso y, al mismo tiempo, no deja de pasar de todo, con una narración que nunca se detiene.

En Casco de acero el artificio parece estar a la vista a partir de los pocos medios disponibles: el “tanque” chino fue hecho con madera, el ejército enemigo estuvo compuesto por un puñado de extras, las escenas de batalla fueron rodadas en un parque y la filmación duró apenas diez días. Y, sin embargo, la fisicidad atraviesa toda la película, que encima se pasa en un suspiro. Fuller les saca agua a las piedras y, desde ahí, construye un relato donde los protagonistas no tienen amparo ni certeza alguna, quedando librados al mero azar que caracteriza a todo conflicto bélico. No hay un paraguas institucional que proteja a los individuos y por eso lo único a lo que se aferran los personajes es a la voluntad de sobrevivir.

No hay grandes metáforas o discursos altisonantes en Casco de acero, porque Fuller era consciente de que no eran necesarios. Por eso prácticamente todo se cuenta desde la acción o con unos pocos diálogos puntuales donde el realizador deja en claro su posición no solo sobre las miserias de la guerra, sino también las de su propio país, sumido en ese momento en una oleada racista, la paranoia anti-comunista y las divisiones de clase. A Fuller la escasez le jugaba a favor: le daba más libertad y margen de maniobra, las que combinaba con sus vivencias previas. En Casco de acero podemos notar que el cineasta era un veterano de la Segunda Guerra Mundial y que su experiencia le permitía narrar con un vigor que solo podía nacer del conocimiento, de lo vivencial.

Y también de una furia muy particular, casi irrepetible, que lo hacía trascender cualquier variante de la corrección política. Si bien siempre fue un marginal dentro del espectro hollywoodense, todavía hay ecos del estilo de Fuller en buena parte de la filmografía de, por caso, alguien como Clint Eastwood. Y, por suerte, en algunos pasajes crudos y sinceros de Greyhound, un film que quizás aprendió de Casco de acero que algunas crónicas bélicas pueden ser sumamente efectivas.

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