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Funcinema

Vivarium

Título original: Idem
Origen: Irlanda / Dinamarca / Bélgica
Dirección: Lorcan Finnegan
Guión: Lorcan Finnegan, Garret Shanley
Intérpretes: Imogen Poots, Danielle Ryan, Molly McCann, Jesse Eisenberg, Jonathan Aris, Côme Thiry, Senan Jennings, Eanna Hardwicke, Olga Wehrly, Jack Hudson, Michael McGeown, Mark Quigley
Fotografía: MacGregor
Montaje: Tony Cranstoun
Música: Kristian Eidnes Andersen
Duración: 97 minutos
Año: 2019


4 puntos


DIOS ES UN NIÑO CON UNA GRANJA DE HORMIGAS

Por Marcos Ojea

(@OjeaMarcos)

Vivarium es la segunda película del director Lorcan Finnegan, que tuvo su paso por los festivales de Cannes y Sitges, y desembarca ahora de manera online. Hay cierta ironía ahí, en el hecho de que una película sobre el encierro aparezca en este contexto de aislamiento social. La relación es perezosa, es cierto, pero quizás se deba a la actualidad de quien suscribe, padre primerizo con un bebé de poco más de un mes, y a la inevitable identificación entre la experiencia en cuarentena y algunos aspectos del film.

La premisa elegida por el director irlandés y su colaborador habitual, el guionista Garret Shanley, es bastante simple: una pareja joven, Tom y Gemma (Jesse Eisenberg e Imogen Poots, que vuelven a coincidir luego de la interesante The art of self-defense), visitan una inmobiliaria atendida por un empleado perturbador, quien luego de una breve charla los convence para ir a conocer un complejo de viviendas conocido como Yonder. Que a los protagonistas no los inquiete (en principio) la niebla repentina que envuelve el paisaje, ni el aspecto ensoñado de las calles y las casas idénticas, es algo que se puede pasar por alto porque la película no se demora en llegar al asunto. Luego de mostrarles la casa, el empleado desaparece y la pareja se dispone a abandonar el lugar, solo para darse cuenta de que es imposible. Por más vueltas y vueltas que den, siempre terminan en la misma ubicación, frente a la casa número 9. Obligados a permanecer en esa realidad, donde los teléfonos no tienen línea ni la comida tiene sabor, reciben de repente una caja con un bebé y una consigna: deben criarlo y serán liberados.

Con las cartas sobre la mesa y un arranque prometedor, la película empieza a sumar misterios pero también a conjurar un lento y progresivo aburrimiento, que en parte puede explicarse por la poca profundidad con que el guión delinea a sus personajes. Es posible que haya una búsqueda por generar un clima de tedio, similar al que viven Gemma y Tom, pero son muchos los minutos en los que el director podría decirnos algo más sobre esa pareja y por alguna razón no lo hace. A medida que el niño crece (a una velocidad muy superior a la normal), ambos se van convirtiendo en estereotipos de la maternidad y la paternidad, habitando lugares comunes que los acercan peligrosamente a dejar de ser realmente personajes, y pasar a ser excusas del guion para reflexionar sobre temas más importantes. A pesar de algunas secuencias capaces de generar interés (las actitudes del niño, que van de inquietantes a terroríficas, o la necesidad de Tom de cavar un pozo, que en un apartado personal me recuerda al cuento Los motivos del pozo, de Julio Martínez, donde el protagonista cavaba porque tenía que hacerlo, aunque nadie lo comprendiera), y de que tanto Eisenberg como Poots le ponen el cuerpo a sus interpretaciones, la acumulación de enigmas sin resolver termina dejando a Vivarium en un lugar de quietud y capricho. Pasan muchas cosas pero en definitiva no pasa nada, y queda la sensación de estar asistiendo a un regodeo intelectual donde, ya lo dijimos, los personajes mucho no importan, pero tampoco importa el espectador.

Cerca de los créditos, la película ensaya una suerte de terror arty, revolcando la cámara por todos lados, intercalando filtros de colores brillantes y colocando la tensión en las expresiones alteradas de horror de Imogen Poots, hasta llegar a la escena final donde no hay una explicación si no tan solo otro enigma. Es importante detenernos un instante acá: el cine actual abunda en sobre-explicaciones y personajes que nos cuentan lo que estamos viendo, y cuando una película confía en sus imágenes realmente se agradece, pero las imágenes del final de Vivarium (un final que hasta podría ser interesante) llegan precedidas por un hastío y un desapego tales, que solo conducen al alivio de que, al fin, haya terminado.

Admito que después de verla investigué un poco, para saber quién era Lorcan Finnegan y para ver, también, si mis impresiones se acercaban a otras. Descubrí que Vivarium era solo la superficie, y que para abajo se desplegaban capas y más capas de significado, algunas que pude ver (el hecho de que probablemente todo sea una metáfora de la vida en los suburbios, de la crisis inmobiliaria, incluso del capitalismo y sus efectos sobre la pareja y la familia) y otras que por desconocimiento no (las influencias de artistas como Olafur Eliasson o Gregory Crewdson en la puesta en escena, la relación con la biología y con cierto pajarito que pone sus huevos en nidos ajenos, los símbolos ocultos). Lejos de maravillarme, me distancié un poco más de este director que mezcla el terror como lo entienden sus contemporáneos (Dave Eggers o Ari Aster, entre otros), con la ciencia ficción filosófica y sin corazón de realizadores como Denis Villeneuve, y con el miedo tecnológico y la pose sofisticada de la serie Black Mirror, a la que de hecho podría pertenecer, como un capítulo largo y (más) pretencioso. Vivarium es, en suma, otra muestra de un cine cargado de teoría pero bastante limitado en su accionar; un cine que, como el niño que aparece por ahí, representa un enigma pero en definitiva lo único que hace es gritar y ser terriblemente molesto.

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