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El hombre invisible (1933)



PODER ABSOLUTO

Por Rodrigo Seijas

(@funcinemamdq)

La criatura o monstruo maldito que es el hombre invisible, cuyo concepto ideó H.G. Wells, ha dado lugar a numerosas interpretaciones: Leigh Whannell, en la versión más reciente, establece el foco desde la óptica del movimiento #MeToo; Paul Verhoeven, en El hombre sin sombra (2000), indagaba en el machismo y en la mentalidad de un predador sexual; y John Carpenter, en Diario de un hombre invisible (1992), abordaba los matices del capitalismo y las corporaciones. Pero todas estas versiones, en mayor o menor medida, hablan de un poder absoluto que, casi inevitablemente, se convierte en una maldición a partir de cómo corrompen –o sacan lo peor que ya estaba latente- a los individuos que lo poseen o quieren apropiárselo. Sin embargo, la adaptación más pura en este sentido –y no solo por su mayor fidelidad a la novela original- es El hombre invisible estrenada en 1933, con James Whale a cargo de la dirección y Claude Rains en el protagónico.

Whale venía de dirigir Frankenstein, otra adaptación de una novela donde lo monstruoso y el poder se daban la mano. Allí también el realizador aplicaba un par de recetas sumamente efectivas e interrelacionadas: una duración corta para el metraje (apenas setenta minutos) y un ritmo endiablado, porque todo se trataba de ir directo a los bifes. Llamativamente, eso no le quitaba complejidad a la narración y hasta permitía que sus planteos resultaran más impactantes. Algo parecido sucedía con El hombre invisible: el film no daba vueltas para presentar su premisa, trazaba rápidamente los dilemas interiores que aquejaban al protagonista, para luego exteriorizarlos haciendo avanzar el relato. Desde ahí, construía una película donde el conocimiento pasaba a ser una maldición, algo que sobrepasaba y se devoraba la humanidad de quien accedía a él.

Esa Caja de Pandora que era la invisibilidad revelaba su costado oscuro también a través del artificio cinematográfico, con una puesta en escena donde el truco y el juego ofrecían una mueca siniestra. Y no solo a través de los efectos especiales –realmente innovadores para la época y aún hoy bastante atendibles- sino también desde la actuación de Reins, que en su primer protagónico componía un personaje con una locura creciente y eventualmente desatada, que en un punto hasta abrazaba la maldad. Quizás por primera vez, la pantalla grande reflejaba de manera sistémica la presencia de la ausencia, lo que no podía verse pero sí intuirse y hasta sentirse desde el movimiento y el sonido.

En distintos ángulos, El hombre invisible era también una película que encarnaba las tensiones de su época: por un lado, a principios de los treinta, el cine todavía estaba saliendo de la etapa muda y por eso, a pesar de la discursividad de la narración, Whale privilegiaba lo visual y el espectáculo sin limitarse en casi nada, ni siquiera en la crueldad de los eventos que se iban acumulando. Por otro, el film se estrenaba en el mismo año en que Hitler culminaba su ascenso al máximo poder en Alemania, mientras que Mussolini ya estaba plenamente consolidado en Italia. Ese hombre al que nadie podía ver pero cuyo accionar era cada vez más patente y al que nadie podía detener funcionaba –quizás un poco involuntariamente- como una metáfora de las conductas nazismo y el fascismo, que pocos querían ver pero que ya eran cada vez más innegables. En una década de poderes absolutos, Rains y Whale hasta se anticipaban a Charles Chaplin y su gran dictador, construyendo una parodia del absolutismo que mostraba lo que estaba por venir.

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