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La dolce vita (1960)



LA ICONICIDAD COMO ÚNICA MEMORIA

Por Rodrigo Seijas

(@funcinemamdq)

No deja de ser paradójico: Federico Fellini siempre fue un realizador que abordó las superficies en pos de desarmarlas usando sus propias construcciones, evidenciando y problematizando los artificios; pero lo cierto es que buena parte de su cine terminó siendo recordado o evocado desde esa mirada banal que él mismo criticaba y buscaba poner en crisis. En eso, La dolce vita termina siendo posiblemente la película más representativa de su carrera: un tratado sobre el desencanto existencial, la decadencia y los esquematismos burgueses que termina impresa en la memoria de los espectadores contemporáneos a partir de un puñado de imágenes que funcionan como significantes vacíos.

Le pasó a otros realizadores que supieron encarnar renovaciones, disrupciones o rupturas con los modos de producción dominantes: muchos solo recuerdan la imagen de Anna Magnani cayendo asesinada en Roma, ciudad abierta, de Roberto Rossellini; el traveling que sigue a Jean-Paul Belmondo y Jean Seberg en Sin aliento, de Jean-Luc Godard; o a Jean-Pierre Léaud corriendo hasta encontrarse con el mar y luego mirando directo a cámara en Los 400 golpes, de François Truffaut. Retazos, fragmentos, momentos específicos que quedan impregnados en una memoria definitivamente selectiva, que muchas veces terminan borrando relatos casi por entero. Pedazos de tiempo que adquieren una iconicidad que es más que nada una especie de marca, pero no en el sentido de una huella identitaria, sino de un producto relacionado con el marketing.

En el caso específico de La dolce vita, tiende a olvidarse bastante su narración que se extiende por casi tres horas y coquetea con lo tedioso, reproduciendo desde su ritmo el hastío interior que siente Marcello Rubini, ese periodista romano que se mueve por diversas fiestas de la burguesía de la época y que es como un hilo conductor para ese retrato del vacío existencial que construye Fellini. Lo que prevalece en la memoria es, justamente, lo icónico: la escena de esa estrella casi sobrenatural que es Sylvia bañándose en la Fontana di Trevi, convirtiendo a Anita Ekberg en una leyenda casi instantáneamente pero a la vez congelándola para siempre en esos fotogramas. Un cuerpo escultural, bellísimo pero casi irreal, simbolizando muchas cosas y a la vez nada. Quizás Fellini ya anticipaba esta reacción y por eso la puesta en escena se preocupaba por delatar el artificio, la forma en que la masculinidad contemplaba con fascinación lo femenino, y cómo a su vez la feminidad era consciente de lo que podía generar. Pero difícilmente podía prever todo lo que vendría después.

Porque en verdad, lo que vino con el correr de las décadas es un tanto desolador y lo más representativo de la asimilación mercantil de La dolce vita terminó viniendo, llamativamente, de la Argentina: ahí tenemos a esa película de completo diseño que es Elsa y Fred, de Marcos Carnevale –un manipulador dedicado pero no necesariamente experto-, reproduciendo la iconicidad más obvia. Lo de China Zorrilla bañándose en la famosa fuente igual que Ekberg se presenta como un homenaje, pero es en verdad un acto vampírico. La melancolía, tristeza y hasta terminalidad que dominaban en la película de Fellini –que desde una visión particular construía un fresco social- eran digeridas de tal forma que se convertían en un indicador de vitalidad. Evidentemente, ningún artista puede controlar las interpretaciones que disparan sus obras y menos aún las apropiaciones mercantilistas. Eso no deja ser irónico, pero quizás Fellini –un tipo que siempre supo recurrir a la ironía- lo haya aceptado con un guiño o una mueca.

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