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Calles peligrosas (1973)



LITTLE SCORSESE

Por Rodrigo Seijas

(@funcinemamdq)

Con El irlandés, Martin Scorsese acaba de concretar un doble cierre: si por un lado construye un relato enciclopédico sobre el cine de mafiosos, también parecería entregar una clausura a su cine, a más bien a su estilo para abordar géneros, materialidades y temáticas. Por eso no viene mal recordar la película donde no solo empezó a consolidar su estética, sino también una visión particular y distintiva sobre el submundo de la mafia y la criminalidad, especialmente la neoyorquina. Calles peligrosas es un relato de iniciación y crecimiento, no solo para sus protagonistas sino también para el realizador detrás de cámara, que en ese momento todavía buscaba cómo hacer pie en Hollywood.

No deja de ser un tanto chocante cómo todo en Calles peligrosas insinúa buena parte de lo que vendría en la carrera de Scorsese, empezando por los personajes. Por ejemplo, el Charlie interpretado por Harvey Keitel, con su voluntad por ascender en el escalafón mafioso, salir de su pequeño lugar y convertirse en alguien distinguible, insinúa detalles que luego se verían expandidos, por ejemplo, en el Henry Hill (Ray Liotta) de Buenos muchachos o el Sam Rothstein (Robert De Niro) de Casino; mientras que Johnny Boy, encarnado por De Niro, es como una versión en potencia del Tommy DeVito de Buenos muchachos o el Nicky Santoro de Casino (ambos interpretados por Joe Pesci), con su violencia siempre acechando y su comportamiento anárquico. Sin embargo, esas asociaciones no dejan de ser las más obvias.

Porque en verdad Calles peligrosas ya comenzaba a funcionar como una caja de resonancia de todas las preocupaciones que atravesarían el cine de Scorsese a lo largo de las décadas. De una forma u otra, Scorsese quizás estuvo filmando siempre filmando la misma película, por más que se adentrara en múltiples géneros, eventos, materialidades y estéticas. Ahí tenemos entonces la religión como un factor incidente en las conductas, la culpa como un sentimiento que impulsa o detiene acciones, los precios a pagar por el ascenso social, la locura como un patrón siempre acechando en los sujetos, la criminalidad como una forma de adquirir identidad y pertenencia, o el espacio urbano constituido en un personaje más. A eso se sumaba una banda sonora vibrante, que se enlaza en múltiples pasajes con las calles neoyorquinas, de la mano de un montaje que no temía ser vertiginoso o a hachazos cuando era necesario: aunque no figuraba la brillante editora Telma Schoonmaker (que ya lo había asistido en Alguien golpea a mi puerta y continuaría haciéndolo a partir de Toro salvaje), ya se podía hablar de un modo scorsesiano en la unión de las imágenes.

Lo que también ya quedaba en claro en Calles peligrosas era el grado de empatía de Scorsese con lo que contaba, lo cual no se limitaba al hecho de que abordaba una historia que provenía de sus propias experiencias durante su infancia y juventud en la Pequeña Italia de Nueva York. Había algo más, una inmersión que pocos cineastas eran capaces de lograr y que era la base perfecta para la energía que casi siempre transmitió su filmografía: una conexión que se daba directamente con los personajes, con sus vivencias y pensamientos, lo cual no quitaba la capacidad para construir una distancia precisa en los momentos indicados. Scorsese siempre se contó a sí mismo, analizó sus propios deseos, inquietudes, virtudes y miserias, y los criminales jóvenes y de poca monta estaban entre sus propios alter egos. Al fin y al cabo, como ellos, el pequeño Martin siempre pugnó por escalar y llegar a la cima, aún a riesgo de estrellarse.

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