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MAR DEL PLATA 2018: Competencia Internacional – Día 2


Belmonte, de Federico Veiroj / 7 puntos


Belmonte es una película metódica, de encuadres precisos, excelente iluminación y concisión narrativa. Es decir, sabe lo quiere y lo lleva a buen puerto. Veiroj regresa con personajes de periplos existenciales y esta vez elige a un artista. Pero a diferencia de otras incursiones que subrayan obsecuentemente la obra o reparan en las miserias, aquí todo parece estar en su justa medida. En todo caso, la exploración apunta a captar los tiempos muertos del protagonista a través de la convivencia desordenada con su pequeña hija, la relación con su ex esposa y un secreto en relación a su padre que lo tiene inquieto. Ninguna de estas situaciones supera el trazo de presentación ya que Javier Belmonte las transita como si navegara solo por momentos sin que se desborde el agua del tanque. Cuando no dibuja, asistimos a un universo estático de gestos lacónicos cuyo eje es la dispersión. ¿Qué hace un artista cuando no crea? Mira, se distrae, está en su mundo. Un delicado travelling sobre una estatua abre la película para concluir en la atenta observación de Javi (así lo llaman los suyos), la misma mirada obsesiva hacia ciertos detalles diseminados en diferentes situaciones que le impiden relajarse y disfrutar. Así lo vemos desistir de acostarse con una mujer, concentrado en un adorno, o reparar en un pasajero en el colectivo sin que se sepa por qué exactamente. El interior de Belmonte es un volcán que nunca estalla. Y si bien la historia se teje  en un microcosmos frío que puede pecar de cierta apología de la distancia, recupera vitalidad cuando las dosis de humor atenúan la sordidez melancólica de una ciudad que se presta a ello. Una galería de canciones pertenecientes a géneros variados también contribuye positivamente al cálculo y están puestas con buen gusto y en los pasajes indicados. Pese al estatismo, se disfruta este pequeño film, seguro de sí mismo. Guillermo Colantonio


A portuguesa, de Rita Azevedo Gomes / 6 puntos


La portuguesa del título es una joven pelirroja, fascinante como arrogante, igual que la película. Gomes regresa con sus imágenes hipnóticas, cuadros vivientes y una densidad artística que tiene sus momentos cautivantes pero que en la suma de minutos termina por agobiar. Basada en una novela de Robert Musil, es imposible no admirar la belleza de ese mundo donde las mujeres esperan (y desean) y los hombres van a la guerra, su única obsesión. Gomes coloca a los personajes dentro del cuadro con un sentido coreográfico cuando no de pose, y una cámara que elude los primeros planos en la búsqueda de correspondencias pictóricas. Al igual en sus trabajos anteriores, pese al contexto histórico, se permite incluir anacronismos y la presencia de Ingrid Caven con sus canciones al estilo de un coro atemporal que complementa las situaciones narradas. El oportunismo político, la hipocresía episcopal y las convulsiones provocadas por las incesantes contiendas contrastan con el mundo paralizado de la espera donde se construye el saber femenino y se tejen misterios en medio de acciones cotidianas. Silencios, tenues desplazamientos y pocos signos de vitalidad humana se instalan como marcas expresivas porque lo que cuenta principalmente es un trabajo formal, y que de esa labor estética salga la sustancia de la película. Guillermo Colantonio

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