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Fuego contra fuego (1995)



ENTRE LA ACCIÓN Y LAS TRANSICIONES

Por Rodrigo Seijas

(@funcinemamdq)

A mitad de los noventa, con Fuego contra fuego, Michael Mann entregó un film que aún hoy sigue siendo un marco de referencia para buena parte del Hollywood (a tal punto que fue una poderosa influencia en esa enorme película llamada Batman: el caballero de la noche) y a la vez su relato más emblemático, el que posiblemente lo define de manera más precisa como cineasta, para bien y para mal. También es un film discutido, que fascina a muchos (me incluyo) e irrita a unos cuantos, a partir de sus ambiciones y estructura narrativa, que es casi operística y cae en unos cuantos excesos, especialmente desde la duración y la apertura de múltiples subtramas.

Sin embargo, aprovecho este espacio para defender ese estiramiento (sin dejar de reconocer sus defectos), porque es finalmente lo que termina sustentando buena parte de la acción de la película, que nadie cuestiona. Es que Mann no solo es un cineasta de las acciones, la fisicidad más extrema y el movimiento, sino también de las transiciones, de los momentos de contemplación y de las rutinas. Es un realizador preocupado por la cotidianeidad, las conductas automatizadas, las rutinas repetidas una y otra vez, los instantes de quietud u observación, la gestualidad habitual, que son los que también definen a los personajes y su interacción con un entorno social determinado.

Por eso Fuego contra fuego es un policial preocupado por analizar casi al milímetro las conductas de policías y ladrones, además de las personas con las que interactúan. De ahí que pasen a cobrar una importancia vital momentos que en otros relatos podrían formar parte tranquilamente de la elipsis, de esos saltos narrativos que ahorran tiempo porque ya se da todo por entendido. No, para Mann no está todo entendido, los momentos donde un personaje va de un lado a otro o hace algo aparentemente trivial también son relevantes. Eso se ve prácticamente desde el arranque: no vemos a Neil McCauley (Robert De Niro) solo robando una ambulancia, sino también llegando en un tren, entrando discretamente en un hospital, subiendo al vehículo sin llamar la atención, cerrando la puerta una vez mal y la siguiente bien, para luego arrancar e irse. Luego observamos a Chris Shiherlis (Val Kilmer) yendo tranquilamente a comprar unas cargas explosivas con total discreción, como si fuera cualquier otro obrero. Después a Vincent Hanna (Al Pacino) teniendo sexo con su esposa (Diane Venora) y preparándose para ir al trabajo, que es lo que verdaderamente le interesa. Mann podría haber rodado todo esto con un ritmo mucho más vertiginoso apelando al montaje, pero no lo hace, porque le importa empezar a construir a los protagonistas desde cómo se mueven, miran, callan, piensan o conviven con los demás.

Mann traslada este procedimiento a la palabra en la ya emblemática charla en un café entre Vincent y Neil –precedida por un (im) prescindible seguimiento en helicóptero y auto- y lo termina de consolidar desde la acción más pura y física, de la que el impresionante tiroteo a la salida de un asalto bancario es el ejemplo más inolvidable. Allí, la meditación se transforma en furia y sonido, como nunca antes se había visto y escuchado, y con Vincent y Neil mostrando sus instintos más primarios, que van de la mano de un profesionalismo obsesivo. Todo estalla, la tensión se dispara y los nervios llegan al extremo, pero son las transiciones, los momentos reflexivos, los que sientan las bases para que nos compenetremos como espectadores con el juego letal de policías y ladrones.

Fuego contra fuego es un film sobre gente que puede charlar de la vida en un café y casi inmediatamente enfrentarse con quien se le ponga enfrente, arma en mano. Y Mann es también un poco como Neil o Vincent: un profesional reflexivo y metódico, que puede llegar a comprometer lo personal en función de lo laboral, que observa y analiza, y que está siempre listo para pasar a la acción.

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