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Akira (1988)



APOCALIPSIS DE NEÓN

Por Cristian Ariel Mangini

(@cristian_mangi)

Difícil hablar a lo largo de los últimos 50 años de un film de anime –o animación en general- que haya impactado con mayor precisión en el imaginario colectivo de una generación que Akira. El film de Katsuhiro Ôtomo logró cristalizar la distopía ciberpunk con una cruda precisión que abrevó en el cine norteamericano, la filosofía oriental, el impacto de la bomba atómica y las reyertas internas del Japón de la década del ´60, dando como resultado un relato cuya importancia también trasciende a la obra en sí: su impacto dio pie a la expansión de la animación japonesa en occidente, a pesar de que en muchos países se conoció de su existencia varios años después. Este año se cumplen 30 años del lanzamiento de esta obra cumbre, cuya crudeza y excelencia visual aún sigue siendo objeto de admiración. Reverla con más detalle confirma no solo aquellos elementos narrativos más irregulares (como la catártica última media hora), sino también la vigencia del detalle puesto no solo en los personajes sino en los fondos o la iluminación: en Akira la urbe es una especie amenazante de neón y el ritmo implacable de su intriga hasta el épico final es una cita indispensable.

Akira es esencialmente un enorme Macguffin que se revela prácticamente en el desenlace del relato. Sin embargo, el título, marcado en el rojo intenso que abre la película, no podría estar más justificado: su presencia alerta contra los peligros de la manipulación bélica, el fascismo y la corrupción. El niño malogrado por los experimentos que realizaron sobre él en un 1988 alternativo pulveriza Tokio –no casualmente estos experimentos giran en torno a la manipulación de la materia atómica-, que se encuentra azotada por un conflicto bélico interminable y renace como Neo Tokio, una ciudad corrupta y caótica, con manifestaciones permanentes de fanáticos religiosos que divinizan a Akira esperando su “retorno”, rebeliones, pobreza y una fuerza represiva brutal que no escatima sutilezas a la hora de aplicar toda la violencia paraestatal necesaria.

Con ese panorama, en el año 2019 un grupo de motociclistas marginados del sistema se encuentran enfrentándose constantemente a otro grupo que utiliza caretas de payasos, dando un arranque frenético al film (con una música tribal inolvidable, gentileza de Geinoh Yamashirogumi) y presentándonos  a la banda de inadaptados que llevará las riendas del relato. Por un lado Kaneda, casi un prototipo de líder y macho alfa con un pasado doloroso que tiene la emblemática moto roja que pudieron ver este año en la adaptación de Ready Player One, de Steven Spielberg (junto con George Lucas, dos admiradores confesos del film desde su lanzamiento, a pesar de que creyeron que su contenido era inviable para audiencias estadounidenses); y por el otro Tetsuo, un muchacho con complejo de inferioridad y algo reservado que va a tener la desgracia de toparse con un niño mutado que se escapó de experimentos militares que continúan realizándose a pesar de la experiencia de Akira en 1988. Este accidente desafortunado de Tetsuo hará que se despierte en su interior un poder incontrolable que será objeto de investigaciones, llevando a que sea secuestrado e intervenido con drogas que lo llevan a tener un carácter inestable. Este poder que termina desbordándolo,  el rencor y los celos por haber padecido bullying, la búsqueda del cuerpo de Akira –que lo invoca mentalmente y lo toma como un desafío- y la persecución de los militares para apresarlo –o matarlo- dan lugar a un coctel destructivo que termina enfrentándolo a su propio amigo, Kaneda.

Akira es, más allá del magistral uso del color, la iluminación y los fondos que decoran el panorama sombrío y futurista (con una influencia ineludible de Blade Runner), un film cuyas secuencias pesadillescas y brutales impactan por la enorme creatividad antes que por el virtuosismo técnico que también tiene. El enfoque realista de la animación y el detalle puesto en la mezcla de sonido hace que la brutal secuencia del fusilamiento a un hombre herido o la golpiza a un rebelde por parte de la policía resulten tan shockeantes como las antológicas imágenes oníricas del efecto alucinógeno de las drogas y el poder que se despierta en Tetsuo: la imagen de juguetes tomando vida con aspecto diabólico o el enorme caos visual del final, donde el mismo poder desbordado del personaje parece trasladarse a la animación con figuras pantagruélicas y secuencias de destrucción apocalípticas que no dan descanso, se encuentran entre los tantos segmentos memorables del film. Cuando la narración se toma un respiro, rescata en flashbacks el valor de una amistad con Kaneda arruinada por los acontecimientos, demostrando que, a pesar de las sombras, el relato tiene un corazón más allá del vínculo con Kai, una implacable heroína cuya subtrama abre la puerta a repensar el desenlace.

Por otro lado, hablábamos también de problemas narrativos porque la adaptación del cómic que aún no estaba finalizado, además de una extensión mucho mayor que obliga la condensación de eventos y personajes, puede notarse en la complejidad de un mundo cuyas capas no terminan de desmembrarse en función de enfocarse en el conflicto entre Tetsuo y Kaneda. Esto hace que algunos datos al pasar resulten demasiado crípticos y que el final obligue a repensar y rever algunos detalles del film o, en todo caso, acceder al manga. Sin embargo, todos sus atributos y el desarrollo de una acción incansable hacen que Akira sea una de las piezas más delicadas e indispensables del cine de animación contemporáneo.

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