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La dama desaparece (1938)



EL MAESTRO DEL ENTRETENIMIENTO

Por Rodrigo Seijas

(@funcinemamdq)

A Alfred Hitchcock se lo conoce como, entre otras denominaciones, “el maestro del suspense”, por su capacidad para manejar los elementos vinculados a la tensión y la expectativa, moviendo los hilos y manipulando al espectador a su antojo. Esa manipulación era posible en buena medida porque el propio espectador se prestaba al juego del cineasta británico, y lo hacía en buena medida conscientemente, porque era parte de una estructura donde lo lúdico se fusionaba con lo estético, en una instancia superior del entretenimiento. Sí, Hitchcock, con su suprema habilidad para combinar toda clase de variables genéricas sin dejar de aparentar que estaba haciendo simples “thrillers”, era en verdad el maestro absoluto del entretenimiento.

Lo fue casi desde el principio de su carrera, o por lo menos ya tenía pulido su estilo antes de llegar a Hollywood, hacia el final de su primera etapa británica. La dama desaparece, que es una película algo relegada a la hora de considerar la totalidad de su filmografía, es un perfecto ejemplo de su virtuosismo narrativo, y por algo es el preferido de Francois Truffaut: al crítico y director francés siempre le interesó respaldar un cine popular y a la vez rebosante de complejidad. Muchas de las películas de Hitchcock tenían esa característica inherente: una aparente superficialidad, que llevaban a que fueran subestimadas por gran parte de la intelectualidad crítica, que no llegaba a detectar que todo era un bello disfraz para espectáculos repletos de matices, pero que a la vez no relegaban la vocación de entretener a un lugar secundario.

En La dama desaparece podemos ver la maquinaria narrativa hitchcokiana funcionando completamente aceitada: la historia de Iris Henderson (magnífica Margaret Lockwood), una chica rica y un poco malcriada que durante un viaje en tren por un ficticio país centroeuropeo se da cuenta de que una anciana ha desaparecido aunque nadie le cree, toma a los enigmático como foco central, pero a la vez se permite indagar en muchos más temas y variables genéricas. Está el tema de la heroína solitaria, a la que nadie le cree en buena medida porque es mujer (algo que luego sería retomado en la notable La sombra de una duda); la contraparte masculina (gran debut de Michael Redgrave), con la que la protagonista se identifica a partir del choque permanente; las subtramas románticas, donde lo sexual está siempre latente bajo diversas formas; la obsesión con lo psicológico como una explicación pero también como una trampa; el humor como dispositivo para manejar el ritmo de las acciones; los espacios cerrados que nunca caen en lo teatral porque lo que se impone es un vertiginoso movimiento; el MacGuffin –en este caso, una cláusula secreta de un tratado de paz oculta en las notas de una canción- que desafía la verosimilitud pero a la vez nos lleva de las narices por todo el relato; los personajes que de tan excéntricos terminan siendo plenamente humanos; y esa sensación constante de que Hitchcock agarró un proyecto que le era completamente ajeno (la novela The wheel spins, de Ethel Lina White, publicada en 1936, iba a ser adaptada por otro director) pero al que convirtió en algo innegablemente propio, aún con sus máscaras.

Lo que no hay que olvidarse tampoco en el cine de Hitchcock es que lo siniestro siempre es un factor subyacente, que va de la mano con lo juguetón, lo misterioso y humorístico: en La dama desaparece podemos ver sutiles pero potentes referencias a esa fuerza que ya se presagiaba arrolladora que era el nazismo y la Segunda Guerra Mundial que pronto iba a estallar. La diversión estaba por acabarse y Hitchcock –aunque antes rodaría La posada maldita (1939), con Charles Laughton- se preparaba para llevarse sus trucos de magia a otra parte, lejos de esa Europa que sería arrasada por la tragedia. Una etapa se cerraba, otra estaba por abrirse, aunque Hitch seguiría siendo fiel a sí mismo.

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