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Vermelho russo

Título original: Idem
Origen: Brasil
Dirección: Charly Braun
Guión: Charly Braun, Martha Nowill
Intérpretes: Esteban Feune de Colombi, Martha Nowill, María Manoella, Michel Melamed, Soraia Chaves, Vladimir Poglazov
Fotografía: Alexandre Samori
Montaje: Caroline Leone, Charly Braun
Producción: Charly Braun, Eliane Ferreira
Duración: 90 minutos
Año: 2016


8 puntos


LARGA VIDA A LOS ACTORES

Por Juan Cruz Bergondi

(@funcinemamdq)

Chéjov sigue -y va a seguir- dando de comer. El dramaturgo ruso no sólo trastocó la historia del teatro, sino que iluminó por medio de una literatura renga -que no termina de ser hasta que un actor se la lleva al cuerpo- el espíritu humano de su época. Vermelho russo, la película del brasileño Charly Braun, se inspira, por un lado, en el diario de viaje que una de las actrices escribió de su viaje unos años antes a Rusia, donde tomó un seminario sobre el método de Stanislavski, partiendo -como no podía ser de otra manera- de la obra de Chéjov. Lo que empieza como anecdótico -una escena de Tío Vania– termina por devorarlo todo.

Marta y Manuela -las dos junto a la actriz portuguesa Soraia Chaves participaron en verdad del viaje- se encuentran en un país cuya lengua está a un abismo de la suya. No entienden más que una o dos palabras. Alojadas en una residencia para adultos mayores que contribuyeron en su día a la historia del cine ruso, y en compañía de un grupo de artistas latinoamericanos, descubren a la distancia -como suele suceder- lo familiar que antes, tan cerca, les era imposible ver. La escena ya fatigada de la tormenta donde Sonia y Elena, los personajes de Tío Vania, liman juntas asperezas al calor del alcohol, tiene correspondencia en la relación de las actrices y se ramifica. Llegado a un punto, uno puede advertir en las desventuras amorosas la réplica de lo que sucede en aquel pueblito ruso de principios de siglo pasado y en la coralidad de las miserias la patente del trabajo de Chéjov.

Charly Braun utiliza, para recrear el viaje, cierto barniz que el espectador asocia a la manufactura de un documental: la cámara en mano, el sonido directo, la casi ausencia de agregados de iluminación artificial. Que una película sea o no documental es un hecho que a nadie ya debiera importarle -¿acaso la realidad no es también una invención?-. Lo que se gana, en todo caso -y pregúntele a John Cassavettes si no sabía de esto-, es priorizar el trabajo del actor por sobre cualquier condicionamiento técnico. El resultado es una frescura incapaz de importar sin esta premisa a la hora de producir: no hay espontaneidad que se fabrique en una sala de montaje.

Vermelho russo es una gran película. Todos siempre hablamos de lo mismo y es por eso que el pulso no debe temblar al ir a buscar a la fuente. ¿Para qué ponerse original si antes Chéjov lo hizo mejor? El director tira de los hilos subterráneos que mueven a los personajes para dominar con mano hábil los tiempos del drama. Hace falta que haya un paraíso para que la caída tenga peso y hace falta que el orden -una vuelta al orden- sobrevenga para no regodearse en el sufrimiento sin fin. La vida, al fin y al cabo, es movimiento. Además de la vigencia del dramaturgo ruso, la película reafirma una certeza: qué lindos son los actores. Esa especie capaz de vivir la vida de otros sin dejar de ser quienes son. Tienen, desde luego, otra sensibilidad y su andar por el mundo es característico: que existan es un motivo digno de celebración.

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