No estás en la home
Funcinema

King Kong (1933)



QUERIDO MONSTRUO

Por Rodrigo Seijas

(@funcinemamdq)

Ochenta y cinco años después de su estreno, King Kong sigue siendo una de las películas paradigmáticas y representativas del género de aventuras y su vertiente específica vinculada a criaturas que podemos enlazar con lo monstruoso. Ese estatus continuará firme, porque su esquema narrativo y temático se ha visto reproducido, imitado e interpelado por otros clásicos emblemáticos, como Godzilla, Tiburón, Jurassic Park y siguen los títulos (hay toda una línea aventurera del cine de Spielberg que es inseparable de esta tradición). Y también porque, de la mano de la vocación aventurera y exploratoria (muy enlazada con un tipo de literatura de descubrimiento entre cuyos exponentes se contaban a Julio Verne, Rudyard Kipling o Edgar Rice Burroughs), también supo delinear un gran relato romántico.

Ese romanticismo no solo se daba a partir del triángulo amoroso entre Kong, la actriz Ann Darrow y el Primer Oficial Jack Driscoll, sino también por la idea subyacente que sobrevuela toda la película de que lo pasional estaba indisimulablemente asociado con el contacto con el otro y/o la otredad. Todo en King Kong es amor a primera vista: el descubrimiento y exploración de la isla que habita Kong; la aparición del monstruo; la atracción que despierta Ann en quienes la rodean; el dispositivo cinematográfico; todos fascinan a un nivel extremo, casi irracional. Donde surge lo fascinante y lo increíble, también se hace presente lo inexplicable e inasible. Y frente a lo que no se puede explicar y clasificar fácilmente, el temor puede llegar a ser una respuesta lógica, que no tarda en decantar en el odio.

King Kong era una película de pioneros hecha por pioneros: Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack eran dos realizadores que ya habían trabajado en distintos documentales de exploración, y que en el film de 1933 se trasladaron al terreno ficcional para en un punto hablar de sí mismos y sus obsesiones. Lo sorprendente es cómo construyeron una operación de auto-reflexión que sirvió de punto de partida para hilvanar un imaginario casi indestructible, donde lo cinematográfico empezaba a pensar e indagar en los propios lenguajes que era capaz de cimentar. Lo discursivo y meta-discursivo van a la par en un film donde la ambigüedad es la regla, y a varios niveles: lo que se descubre atrae y repele, lo monstruoso se conecta con lo humano, el amor pasa rápidamente a la furia, lo masculino se une con lo femenino, la llamada “civilización” se retroalimenta con lo que se denomina “barbarie”, la edificación de un registro se fusiona con su propia destrucción.

¿Qué es lo que motiva al pionero, al explorador, al investigador? ¿Hasta dónde está dispuesto a llegar? ¿En qué punto el descubrimiento altera a lo que se descubre hasta el punto de la hecatombe? Esas preguntas están siempre latentes en King Kong, principalmente en el personaje de Carl Denham, que es en buena medida un alter-ego de Cooper y Schoedsack. En un punto, lo que nos decían los cineastas era que el cine era una herramienta capaz tanto de crear como de destruir lo que observaba, y que siempre había un diálogo con lo que estaba mirando y recortando, que también poseía un ojo propio, con sus puntos ciegos particulares. Por eso el que después descubre, se fascina, se obsesiona, recorta desde su punto de vista, ve lo que quiere ver, amando y odiando, es Kong. Si el espectáculo exótico que pretende montar Denham no es inocente, porque pretende imponer una instancia de conveniente evasión, alineada con sus propósitos de fama y fortuna, tampoco lo es esa bestia que es Kong, que tiene sus propios objetivos enlazados con sus pasiones.

A principios de los treinta, cuando continuaban las repercusiones del crack de 1929 y la Gran Depresión, y con el nazismo cobrando una fuerza arrolladora, King Kong, desde su relato vertiginoso, de acción permanente, nos decía que nuestra racionalidad podía derivar rápidamente en pasión, y que no había manera de controlar las pasiones. También que esa otredad que podíamos ver como lejana estaba mucho más cerca de lo que podíamos imaginar, porque en un punto estaba en nosotros mismos. Y que las evasiones espectaculares que queríamos construir –lo cual incluía al cine- no dejaban de ser efímeras, porque el mundo estaba siempre aguardándonos, o listo para tocar a nuestras puertas, cuestionando nuestra tranquilidad e impunidad. Pero a la vez, se atrevía a insinuarnos que no podíamos resignarnos al miedo, al temor, al aislamiento, porque no había nada más bello (por más que pudiera ser terrible) que explorar y descubrir. Lo monstruoso tenía la capacidad de ser hermoso, y King Kong abrazaba todos los peligros con total consciencia y despojo, señalando un futuro tan oscuro como cautivante.

Comentarios

comentarios

Comments are closed.