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Recapitulación de Twin Peaks: Parte 14

EL LADO OSCURO DE LA LUNA

Por Guillermo Colantonio

(@guillermocola)

Si uno pudiera discernir en qué momento atravesamos la cortina para internarnos en la parte más candente de la serie, entonces no sería una obra de Lynch. En efecto, como ocurre en gran parte de su filmografía, hay un instante en el que cruzamos imperceptiblemente una tenue superficie y ya no existe el retorno. Durante los últimos episodios emitidos, el monstruo del pantano nos tragó y tal vez no nos hayamos dado cuenta. Los siguientes son algunos de los eslabones que empiezan a encontrarse en una cadena que aún goza, afortunadamente, de arbitrariedad y de azar.

A propósito de esto último, y antes de que comenzará la versión 2017 de la serie, todos tenían expectativas acerca de los nuevos integrantes del elenco y, a medida que avanzaban los sucesivos capítulos, más de uno preguntó cuál sería el motivo de su aparición. El de Monica Bellucci es sencillamente tan antojadizo como genial. El marco es un sueño contado por Gordon Cole (recordemos que en esta temporada es un sustituto de Cooper) donde aparecen alternadas imágenes en blanco y negro en las que el agente con problemas de audición se encuentra con la actriz en un café de París, a la que escucha decir “Somos como los soñadores que sueñan y viven dentro del sueño,…pero… ¿quién es el soñador?” El laconismo de la frase confirma dos cosas. Primero, que con pequeñas cosas se hacen otras importantes. La misma Bellucci se agiganta en la pantalla con su cuerpo fotogénico en una mínima intervención que dice mucho por la resonancia de la escena, experiencia que calificó de la siguiente manera: “Un minuto en Twin Peaks me ha llenado más que tres blockbusters como protagonista”. Luego, la línea de diálogo posibilita un flashback que nos remite a la película Fuego: camina conmigo, específicamente a la extraña desaparición de Phillip Jeffries. Lynch, imposibilitado de contar con David Bowie, sabe que el cine (esto no es televisión) es capaz de revivir como ningún otro medio a los espectros, y este es el gran momento en que todos nos volvemos felices por extrañar una vez más al duque blanco viéndolo en pantalla. Sus extrañas palabras en aquel entonces sobre Cooper le confieren un conocimiento que no se entendía muy bien el largometraje y que ahora parecen tomar color. Por otro lado, como si Lynch jugara con percepciones de tiempo diversas (la terrenal y la del mundo espiritual, por ponerle un nombre) no sabremos de qué manera contextualizarlas exactamente (¿ha tomado contacto Jeffries con el Cooper malo?)

Como ningún otro episodio, se produce una acumulación de información importante. Dentro del arrítmico esquema narrativo, en esta oportunidad los hechos se suceden para comenzar a cercar la historia en el mítico pueblo de abetos y tartas de cereza. Hay nuevos matices en los personajes. Por ejemplo, Diane confiesa ser la medio hermana de Jane, la esposa de Dougie, cuestión que permite enlazar zonas que parecían irreconciliables. Después, el gigante se le aparece a Andy luego de una extraña excursión programada por el sheriff para desentrañar claves de los diarios de Laura Palmer y buscar el refugio del mayor Briggs. Se autodenomina el bombero al mismo tiempo que aparecen imágenes del capítulo ocho, como si fueran el contrapunto de la luz que este irradia. El rostro anonadado de Andy (ahora devenido en un héroe con una misión por cumplir, en contraste con el agente que lloraba ante el cadáver de Laura Palmer) no puede más que rendirse ante una sucesión de imágenes en blanco y negro que transcurren mientras la vida de la serie dosificada en claves se proyecta por una abertura al cielo. El resultado es una oportunidad más para comprobar no solo la filiación del cine con la pintura tan cara a Lynch, sino la utilización poética del digital. Minutos antes, la misma sensación invadía el cuadro de los policías cuando encuentran a la joven oriental desnuda con sus ojos cosidos (y que ya había aparecido en los primeros episodios en ese descenso astral de Cooper).

Y una vez más aparece Sarah Palmer. Esta vez envuelta en un segmento que renueva cierto espíritu sobre las series actuales, y principalmente aquellas que más deleitan, con zombis y sangre a borbotones, cuando se saca encima a un molesto macho tejano en un bar con una mordida salida del interior de un rostro que se devela como una careta. Más allá de lo grotesco del caso, se abre una serie de interrogantes en torno al personaje, al mismo tiempo que se habilitan otros matices acerca de su naturaleza original, su rol en la serie y la conexión con la logia negra.

Mientras intento soñar con Mónica Belluci, ensayo desordenadamente algunas ideas sueltas, pero arribo a la certeza de que el cada vez está más encantador el universo lyncheano (un sacudón a la mediocridad televisiva, a la medianía adictiva de mil series que narran lo mismo) es el lado B de una tranquila meditación, una apertura hacia los intersticios obturados de la mente humana. De eso se trata, en parte, el arte.

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