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Recapitulación de Twin Peaks: Partes 4 & 5

JUEGOS FAMILIARES

Por Guillermo Colantonio

(@guillermocola)

Atención, hay spoilers.

Los capítulos 4 y 5 de esta tercera temporada de Twin Peaks confirman un movimiento pendular que Lynch maneja a la perfección. Por un lado, marcar el territorio personal y expresivo lejos de un halo nostálgico, más cercano a la pesadilla de la película Twin Peaks: fuego camina conmigo (1992) y especialmente a las escenas perdidas que pudieron conocerse luego (además del tono críptico y de los contrastes abundantes en toda su obra); por otro, dosificar la aparición de los personajes originales para que no perdamos de vista que siempre es posible regresar a casa a pesar del paso inexorable del tiempo. Esto, siempre inmerso en una bomba fragmentada de líneas narrativas en las que el montaje por omisión hace una vez más de las suyas.

Y por supuesto, está Cooper. Los dos capítulos dedican un considerable segmento al extraviado detective que se acomoda nuevamente al mundo como si fuera una especie de E.T. Es notable el despliegue actoral de McLachlan con sus poses de asombro, ganando en las máquinas tragamonedas, repitiendo palabras e imitando gestos. Parece concentrar Lynch en esta versión un homenaje a varios momentos y personajes de la comedia, no sólo por el ridículo traje verde que lleva (su nueva marca distintiva) sino por la manera en que ocupa los espacios (véase la escena del ascensor atestado de gente como si fuera una escena de los Hermanos Marx) y convive con los objetos (Tati, Jerry Lewis), o por el rostro inmutable (Keaton). No tienen desperdicio tampoco esos momentos en que es zamarreado por su mujer, o sigue los vasos de café al estilo de un perro faldero y redescubre palabras como “agente”, signos que lo retrotraen al paraíso perdido. Lynch estira esta situación de manera tal que la comicidad también dé lugar al drama de no poder salir de ese limbo kafkiano que ya empieza a provocar angustia en los mismos espectadores, ansiosos por ver ese instante en el que Cooper tome la grabadora y se dirija a Diane, hecho poco probable. En todo caso, quien por ahora parece acercarse a esa situación es el querido sheriff Harry Truman, fuera de campo y en contacto con su primo, quien ha tomado las riendas en la comisaría y oficia como interlocutor permanente. Es uno de los varios signos de reminiscencia que Lynch coloca en estos episodios donde pequeñas dosis nos conectan con la serie original y confirman (al menos por el momento) que: Bob sigue en el cuerpo del Cooper malo (magnífica escena frente al espejo; posteriormente lo vemos haciendo una llamada que hace saltar las alarmas, situación que hace recordar al personaje de David Bowie en la película homónima y sus conexiones con una misteriosa caja en Buenos Aires que se retoma en esta temporada), Shelly continúa trabajando con Norma, el doctor Jacoby vende desde su refugio las palas que prepara con tanto empeño, Nadine está viva y mira las publicidades del psiquiatra, Lucy no pierde la manía por dar detalles telefónicos y ha quedado anclada en la época en la que los celulares no existían, entre otras referencias que conectan con una lógica temporal y espacial que, con sus diferencias, parecen devolvernos residualmente al idílico pueblo de abetos. De la galería anterior cabe destacar la aparición de Bobby en su nueva civilizada versión de hombre de ley que no puede evitar emocionarse ante la foto y los objetos personales de Laura Palmer, desplegados sobre la mesa (¿un recordatorio de Andy llorando ante el cadáver envuelto en plástico?) y las señales del coronel Garland Briggs que aún continúan decodificándose.

Pero además, están los personajes nuevos y las historias que se van armando. La tradicional cafetería RR, entrañable por sus tartas y por el delicioso café, ahora es un pálido marco en el que la hija de Shelley pide dinero para mantener a su novio drogadicto, como si amagara una incipiente versión actual de Laura Palmer. Al mismo tiempo, se mantiene la línea de investigación sobre los horrendos crímenes con un valor añadido: un anillo perteneciente a Dougie es hallado en la autopsia (no olvidemos que el personaje pierde un objeto cuando cae en la habitación roja). Luego, en el bar, un joven rebelde con la facha de un James Dean oscuro da la impresión de tener negocios turbios en el lugar y es una versión más de esos personajes donde la violencia es exacerbada a fin de provocar un enrarecimiento manierista. A juzgar por los créditos (una forma de jugar con Lynch es fijarse en ellos) podría tratarse de algún pariente de los Horne.

En medio de la laberíntica estructura, Lynch continúa depurando magistralmente los diálogos entre los personajes. Hay uno imperdible entre Gordon Cole y Denise (la simpática versión travesti de David Duchovny) y otro sostenido por el hijo de Andy y Lucy, Wally Brando, y el sheriff, en un disparatado homenaje a Marlon Brando que recrea la pose corporal del protagonista de El salvaje (1953) y revive los códigos de El Padrino (1972) en la figura de Michael Cera, quien comienza el intercambio verbal diciendo “Como sabe, su hermano Harry S. Truman, es mi padrino. He oído que está enfermo. Vine a presentar mis respetos a mi padrino”, una alusión a los modos de Corleone.

Y, más allá incluso de los diálogos y las secuencias narrativas que se acumulan, la serie ofrece algunos instantes de poesía absoluta. Cómo juzgar sino la hermosa escena en la que un Cooper extraviado con su traje verde durante el anochecer queda subyugado por una estatua, o el momento en que mira al hijo de Dougie y se le pianta un lagrimón. Son contrastes evidentes ante situaciones donde la violencia se extrema (como en el episodio en el casino donde unos tipos muy rudos fajan al encargado, con cameo memorable de Jim Belushi), otro modo de confirmar los claroscuros. Poesía y exageración. Alguna vez declaró Lynch al respecto: “Nunca describo la violencia de manera realista. La exagero un poco, no demasiado. La empujo hacia lo poético”.

Mientras tanto, las puertas de la percepción siguen abiertas. Sálvese quien pueda.

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