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Recapitulación de Twin Peaks: Parte 8

DAME FUEGO

Por Guillermo Colantonio

(@guillermocola)

Atención: hay spoilers.

“Gotta light? Gotta light?”. Quienes hayan visto el último episodio de la tercera temporada de Twin Peaks difícilmente podrán olvidar esa frase. Lynch continúa jugando una apuesta fuerte, radical y autorreferencial. La primera secuencia en la que el Cooper malo se fuga con el gángster mantiene los aires de Carretera perdida (1998) y El camino de los sueños (2000) en el manejo de los climas visuales y sonoros: dos tipos, un auto en la carretera y un ambiente pesado. Luego un desvío y un quiebre. Un disparo, el cuerpo de Cooper malo tirado y un grupo de cirujas que parecen los seres primordiales de Lovecraft alrededor de su cuerpo, extrayendo una tripa con forma de burbuja con la cara de Bob (¿una parodia a The walking dead?). También, la aparición de Nine Inch Nails en el escenario del Roadhouse, banda cuya estética musical es familiar al director.

Como puede verse, esta tercera temporada acentúa lo esotérico de las anteriores y lo lleva a planos inimaginables donde lo narrativo es ya una ilusión tan lejana como los personajes y las situaciones de hace veinticinco años. También lo es el predominio de un mismo espacio dramático (el pueblo). El marco estalla y los vaivenes temporales sacuden las estructuras convencionales rabiosamente, de manera tal que retrocedemos hasta 1945 hacia Nueva México para comenzar una secuencia, principalmente en un exquisito blanco y negro, donde una serie de imágenes y hechos se suceden como un sueño. Se trata de un largo tramo alucinante en el que Lynch homenajea a las vanguardias del Siglo XX. Se podría conjeturar, se podría asociar, se podría pensar que estamos ante los orígenes de ese demonio atemporal encarnado en la figura de Bob, y en su contracara, en la figura de Laura. Sin embargo, hay una invitación a mirar (no sin perplejidad) toda esa locura iconográfica por el placer mismo de amar el arte aún en sus caminos más abstractos. Hemos corrido la cortina, como en Imperio (2007) y ya nada es lo mismo. Asistimos a una especie de cosmogonía sostenida por resortes visuales y sonoros potentes, un viaje astral (¿parodia u homenaje a 2001: odisea del espacio, de Kubrick?) donde los cuatro elementos primigenios de la naturaleza se confunden en un peculiar torbellino de ruidos e imágenes propios del mejor cine experimental. Son casi treinta minutos que pueden tomarse como un film independiente sin problema. Nunca la televisión se atrevió a tanto.

Como si fuera poco, se añade una secuencia final de corte expresionista ambientada en los cincuenta, que incluye un insecto con forma de batracio, una pareja y una extraña criatura con forma de hombre indigente pidiendo fuego y reventando la cabeza de quienes se cruzan. Pero antes vemos al gigante que traía mensajes a Cooper levitando en un teatro, conectado al exterior como la cabeza de Henry en la ópera prima de Lynch y una obesa mujer disfrazada que lanza una burbuja dorada con el rostro de Laura Palmer. Son minutos de poesía que seguramente quedarán en la memoria de los incondicionales. Hoy, como nunca, no hay nada que explicar. Sólo hace falta rendirse.

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