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Festival Lumiere 2016: Lewis y Keaton en Lyon, un solo corazón

Por Guillermo Colantonio

(@guillermocola)

jerry-lewisDesde 2009, el Festival Lumiere se presenta en la atractiva y misteriosa ciudad de Lyon, Francia, como “la gran fiesta del cine” según reza su catálogo. Se trata de un evento cuya existencia se funda en la exhibición de copias restauradas en digital de películas del pasado. Ese es su principal encanto: la posibilidad de asistir a funciones donde se comprueba el trabajo y la dedicación de diversas cinematecas europeas consagradas a rescatar películas y directores con el propósito de consolidar una memoria cinéfila. Tuve el gusto de asistir como acreditado en esta ocasión y de observar que tanto los organizadores como el público, lejos de la histeria generada por aferrarse a la novedad -signo evidente  en otros festivales-, viven aquí en un permanente clima de agradecimiento hacia el séptimo arte y su historia. De este modo, las diversas secciones que conforman la ecléctica y nutrida programación ofrecen un menú inapelable en el que cada uno arma su propio itinerario y disfruta de las propuestas ofrecidas. Cada año, una figura es invitada y honrada con un premio en una ceremonia que, si bien no puede escapar al lógico glamur, no está exenta de emoción. En esta ocasión fue Catherine Deneuve.

Además, se ofrecen 170 películas distribuidas en setenta salas y la organización de clases magistrales, exposiciones y un mercado donde realizadores, productores y profesionales se encuentran para desarrollar proyectos. Directores como Walter Hill, Quentin Tarantino y Park Chan-wook brindaron charlas a sala repleta, verdaderos acontecimientos que enriquecieron la muestra. Pero fundamentalmente estuvieron las películas. Y también los géneros. La comedia encontró dos hitos de tamaña importancia y que involucran a dos de los grandes de todos los tiempos: Jerry Lewis y Buster Keaton. Del primero se vio un notable documental; del segundo, una alucinante retrospectiva engalanada por la calidad de las copias y el acompañamiento musical en vivo.

Son escasos los films recientes en este festival. En todo caso, se proyectan las últimas realizaciones de algún invitado especial. No obstante, existe una sección denominada Documentaires sur Le Cinema donde se incluyen películas referidas a una etapa de la historia del cine o centradas en un director en particular. Fue en este marco donde pude ver Jerry Lewis, clown rebelle (2016), de Gregory Monro, en la sala del Instituto Lumiere, debajo del museo que fuera la casa de los hermanos inventores. Se trata, en principio, de un modesto film de una hora aproximadamente que parte de un destacado trabajo de montaje. El motor de Monro apunta fundamentalmente a bañar la mirada del espectador con una sucesión de imágenes, a fin de que comprendamos la genialidad de Lewis en su salsa. Es en este sentido que debe sentirse la película, desde la impronta de un cinéfilo que agradece  a un grande de la comedia y ese amor se sostiene en la selección de escenas escogidas, como si no hubiera nada que analizar más allá de la materialidad misma del celuloide y de la performance del actor/director/clown. En este punto, se aparta de otro documental (El método para la locura de Jerry Lewis, Gregg Barson, 2011) tendiente a racionalizar un modus operandi. Está claro que a medida que avanza la película de Monro son las emociones las que prevalecen; su legitimidad obedece a que son motivadas por el  agradecimiento hacia una figura descomunal y por los recuerdos con los que uno llena la memoria de la infancia. El director deja en claro por qué los franceses aman el cine de Lewis, de qué manera se instala como el heredero de Chaplin, Keaton, Laurel & Hardy, entre otros representantes de la tradición y uno piensa en cuánto le deben los principales exponentes de la llamada “nueva comedia americana”.

Ahora bien, todo lo anterior es acompañado por testimonios. Están los críticos (entre ellos Jonathan  Rosenbaum, quien escribió hace tiempo una discutible nota en la que para ensalzar a Jerry Lewis, devalúa a Woody Allen), los imitadores y otros actores cómicos. Los aportes son interesantes pero no tienden a poner en cuestión aspectos de su obra, más bien se organizan como complemento de la admiración y la reivindicación proferidas. No obstante, la frutilla del postre, se nos sirve al final. Son diez o quince minutos donde vemos al viejo Jerry sentado con su pulóver rojo en su casa, atravesados el cuerpo y la voz por el paso del tiempo, rodeado de fotos con las cuales interactúa alternando la nostalgia y la inextinguible gracia verbal como gestual. Es el momento del documental y la emoción es sana. Uno mira hacia los costados y advierte los rostros de agradecimiento por tanto a un tipo de noventa años que aún conserva la energía vital para regalarnos una vez más una morisqueta y una sonrisa no exentas de sarcasmo.

El otro acontecimiento para la comedia se constituyó a partir de la retrospectiva que se hizo de Buster Keaton en copias restauradas por la Cinemateca de Bologna y la productora Cohen Films. Varias de las funciones pudieron disfrutarse en el imponente Auditorium de la ciudad, acompañadas por la Orquesta Nacional de Lyon dirigida por Timothy Brook. Y no sólo fueron las películas las que evocaron el genio de Buster sino la cantidad de afiches colocados en diversos sectores estratégicamente para promocionar el evento. Hay que decir que las proyecciones estuvieron impecables y sirvieron una vez más para destacar la modernidad y la vigencia de Keaton (a quien tampoco hay que defender despreciando a Chaplin, una lógica que a muchos críticos los enorgullece). He aquí un repaso de lo que se pudo ver.

buster-keatonHubo dos programas de cortos que abarcan el período de 1920 a 1923, varios de ellos co-dirigidos con Edward F. Cline, su colaborador habitual. Ya se puede apreciar en estos comienzos un eje que atraviesa toda su obra, a saber, que las catástrofes y las desgracias son susceptibles de tratarse con humor. El héroe keatoniano es el campeón del slapstick y a diferencia de sus contemporáneos, la fatalidad siempre es la excusa para la creación. Para eso, puso su propio cuerpo y llevó la lógica de los gags hasta las últimas consecuencias, tal vez reescribiendo una y otra vez la escena familiar de 1899 cuando debutó en el teatro con sus padres y su número era el de la ballesta humana. Los films seleccionados, que incluyen largometrajes, corresponden a su período de plena libertad en la concepción de formas y de ideas, que se extiende hasta 1928, año en que es contratado por la MGM y se inicia un largo camino de tensiones con los productores. Decir que el cine sonoro arruinó la carrera de Keaton es una verdad a medias. La MGM lo presionó todo lo que pudo para reciclarlo en actor sonoro, lo que generó un conflicto permanente. A partir de dicha circunstancia, incrementó los problemas con el alcoholismo.

La cuestión es que el visionado de sus películas permite volver sobre aspectos claves de su comicidad y comprobar la enorme estatura que tiene como director. En primer lugar, la armonía como un hecho fundamental en el cine keatoniano, que funciona con la perfección de un reloj suizo. Se muestra ingeniero, dueño de la técnica; sus obras están concebidas como perfectos mecanismos. El mismo Buster, con su cara inmóvil, aspira a ser un mecanismo perfecto en sí mismo. Luego, una predilección por el onirismo: el cine es sueño para Keaton. La lógica de su cine admite el absurdo como componente principal y deja la puerta abierta siempre a la pesadilla existencial. Son impactantes las monstruosas multiplicaciones de los policías en Cops, de 1922, como la horda de mujeres casamenteras en Seven chances, de 1925, dos de los films vistos en la retrospectiva. Este último contiene una secuencia alucinante, de esas que se pueden ver cien veces sin correr el riesgo de no asombrarse. Se trata de un film absolutamente delirante en el que un joven sin fortuna tiene que casarse a la fuerza para poder heredar un dinero a condición de contraer matrimonio en un plazo de 24 horas. Saca un aviso y aparecen todas esas mujeres. El final es de antología, donde advertimos una vez más los riesgos de los gags en Keaton. Sin embargo, esa lógica no termina donde empiezan los sueños: allí se continúa, como lo demuestran los frecuentes pasajes en sus películas, de ida y vuelta, de la vigilia a la ensoñación, de lo real a lo soñado. No hay más que ver esa maravilla de 1924, Sherlock Jr., para observar cómo funciona el mecanismo. Como la mayoría de los pioneros, Keaton, que nació casi al mismo tiempo que el cine, creía en esa máquina de inventar, fanáticamente. Además, este sería el punto de partida para una larga lista en el futuro de películas autorreferenciales en torno al mundo del cine.

Una de las aristas en relación con su afición a las máquinas es la mirada acerca de la despersonalización que genera el mundo moderno sin desdeñar un componente de fascinación (contradicción típica de la modernidad). Los objetos se rebelan e introducen el caos. El cuerpo de Buster encierra una asombrosa plasticidad, es pura energía cinética. Si el cine es movimiento, lleva esta idea hasta el paroxismo, involucrando su físico hasta límites insospechados y poniendo en riesgo su vida con tal de conseguir el gag o la secuencia. El héroe siempre será un punto minúsculo englobado en un medio inmenso y catastrófico, en un espacio de transformación: vastos paisajes cambiantes y estructuras geométricas deformables, rápidos y cascadas, tal como se ve en Our hospitality (1923). La comicidad de sus films estriba en esa rara fortuna en la que el héroe sale indemne de las situaciones riesgosas a las que se somete, ya sea para lograr el anhelado amor o para dominar un mundo material que se le rebela. Por encima de todos los males, hay una fuerza superior que vela por él, hasta el extremo de que si le cae encima la fachada de una casa, su figura permanecerá imperturbable (extraordinaria escena de One week de 1920). A Keaton, la realidad le sale al paso con una ferocidad desproporcionada. Y sin embargo, una especie de fuerza superior es la que vela por su integridad. La condición heroica de Keaton es fatal y es el único cómico épico que haya dado el cine. Su obra es un combate permanente frente a fuerzas superiores, siempre al borde la aniquilación y del desastre.

Es interesante pensar esto en función del contexto, del pleno furor futurista, con el cual mantiene una relación contradictoria. Por un lado, en medio de la ascensión capitalista americana, el caballero Buster es anacrónico en la medida en que no le importa la ostentación. Por otro, es un perfecto representante de la utopía industrialista, la de los grandes inventos. Velocidad y máquinas, he aquí la cuestión: una película de Keaton es siempre una flecha disparada hacia delante. Como los futuristas italianos, Buster sentía fascinación por la velocidad y por toda clase de móviles. Una elocuente muestra de lo anterior es una de las obras maestras vistas en el festival, The General, de 1926, donde tensó al límite las posibilidades del rodaje e inició su larga disputa con los productores, dado el carácter ambicioso de los proyectos en los que se embarcaba (incluido los costosos decorados que destruía). Es en esta dirección que los analistas de su obra hablan del gag maquinístico cuando refieren su predilección por los avances modernos como aliados para establecer las claves de su comicidad.

Ponerse de vez en cuando en contacto con el cine de Buster Keaton es una forma de actualizar aquella sentencia del conocido crítico Andrew Sarris: estamos ante el más perdurable y moderno de los directores clásicos.

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