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BAFICI 2012: las crónicas fantasma (VIII)

Por Daniel Cholakian

Vamos terminando el BAFICI con unas pastillas tomadas como al pasar en los pasillos.

¿Es verdad que ayer cuando la mañana aún no terminaba, por los pasillos de área de acreditados un joven productor del festival corría diciendo en alta voz, como si este fantasma no escuchara, “el próximo problema a resolver es conseguir el whisky para G.” Siendo G. un prestigioso invitado al BAFICI?

¿Es verdad que una película que resultó premiada en esta edición, el año pasado no fue aceptada, pero que en cambio autoridades y/o programadores sugirieron al realizador un nuevo montaje para que la película pudiera entrar en la competencia?

¿Es cierto que en la función nocturna de la película Keyhole, en la que no funcionaban los subtítulos, una espectadora propuso hacer una asamblea para decidir cuándo debiera volver a proyectarse correctamente?

¿Es razonable que una enorme cantidad de películas presentes en este festival terminen agradeciendo a su director y a destacados programadores, como si la relación entre la idea, la producción y el festival fuera de larga data, más allá de la presentación del material terminado para su aplicación a la programación?

¿Es verdad que en todas las funciones en las que se proyectó el corto publicitario del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires que culmina con el slogan “En todo estás vos”, hubo gritos de repudio y/o abucheos?

Terminemos ya con esto. El BAFICI, más allá de que nos canse, nos convenza, lo discutamos o no, despierta nuestra pasión. En marzo en cada uno de nosotros, cual pavlovianos canes, comienzan a segregarse unas extrañas sustancias cinéfilas que nos anticipan una nueva edición del festival y las nuevas esperanzas de encontrar allí momentos de epifanía cinematográfica. Así que aunque me sientan despotricar, sépanlo, el año próximo estaré nuevamente aquí.

Pero lejos está esta de ser la última crónica fantasma. Mañana, les anticipo, castigaré dos películas que fueron premiadas. Mientras tanto vamos a recomendar un par de películas que tienen algún contacto.

Naná de Valérie Massadian, trabaja con absoluta economía de recursos la historia de una niña pequeña natural de una región campestre con su familia y que con la lógica propia de la vida más cercana a la naturaleza (y por lo tanto a la vida y la muerte), tiene una cotidianeidad ajusta a otros sentimientos, otras miradas, otros recursos y otros tiempos. La realizadora no propone un constructo dramático. La película evoluciona con lo que se debe hacer: higiene, alimentación, abrigo, juego. El centro de la película es el increíble magnetismo, la atracción insustituible de la pequeña Kelyna Lecomte, la pequeña Nana, que ocupa todo el espacio y el tiempo narrativo. Aún cuando en determinado momento de la segunda mitad de la película la puesta en escena aparece algo forzada y ciertos gestos pierden frescura y parecen supeditados a marcas demasiado articuladas espacio temporalmente, la película es una pieza austera que cuenta mucho más de los que por momentos los ojos parecen ver.

Existe una interesante coincidencia entre Naná y la película que cerrará el festival  Hermana o L’enfant d’en Haut de Ursula Meier. En ambas los pequeños protagonistas lidiarán con ausencias y con ello serán capaces de articular por sí las estrategias de subsistencia. Simón no vive en el campo, sino en un gran edificio de clases bajas junto a un gran centro turístico de esquí. Allí él, que no tiene padres y vive con su hermana que entra y sale de la casa y de los noviazgos, robará elementos a los esquiadores, que venderá luego a amigos y conocidos. Con ese dinero será el niño el que sostenga las necesidades hogareñas. Por momentos deberá además ejercer el orden y la contención con su propia hermana mayor. Meier, la muy talentosa directora de Home, vuelve a trabajar con una familia quebrada, excluida de todo lugar central y que guarda secretos que indudablemente son claves para entender el modo en que se produce su vida cotidiana. La directora logra constantemente salir de las dificultades narrativas que ella misma instala a lo largo de la película. Organiza el espacio con talento (un adentro y un afuera siempre opresivos), sorprende con los giros en la historia, evita el melodrama tanto como la tragedia y, en otro coincidencia con Naná, tiene en el pequeño Kacey Mottet Klein el sostén básico de la organización fílmica.

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