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Funcinema

Amor sin escalas

El peso del vacío

Por Cristian A. Mangini


Lo de Jason Reitman con su tercera película en dirección parece confirmar a un narrador solvente, irónico y mordaz, pero desprovisto de cualquier gérmen de cinismo. Esto es llamativo: cualquiera podría pensar lo contrario de un cineasta que decide elaborar su relato desde la perspectiva de un personaje despreciable por el cual sería difícil sentir la mínima empatía. Bueno, crease o no, Reitman lo logra y con una eficacia que funciona en varios niveles de lectura, quizá sin llegar a la cima de La joven vida de Juno pero con momentos y secuencias que demuestran la habilidad de un director que no solo tiene algo para contar, sabe como (¡y como!) hacerlo sin traicionar a los personajes ni a la trama.

Hablábamos de una profesión despreciable y la de Ryan Bingham (George Clooney) es quizá una de las más funestas: se dedica a trabajar para una consultora cuya tarea es despedir gente en el nombre de otras empresas. ¿No suena copado, verdad? Esperen a ver como la ejerce Bingham con una frialdad despiadada y van a entender porque es tan difícil sentir algo por este protagonista. Ya lo decía Reitman cuando decía que si iba a basar su historia en alguien que despide gente, más le valía tener a un tipo carismático para interpretarlo. Y ahí es donde aparece Clooney para llenar ese hueco con su sonrisa perpetua y singular encanto, que le ha permitido equipararse al legendario Cary Grant, dado su trabajo sobre la aparente inexpresividad de su rostro y la naturalidad con la que logra.

Pero la cuestión es que, al igual que en sus films anteriores, nuestros protagonistas confrontan con una realidad que los incomoda y con sus propias contradicciones, en un escenario donde la apariencia de realidad es desestabilizada para permitir (o no, en esa duda está una de las genialidades de Reitman) un crecimiento personal en base a la experiencia. Sin moralejas y subrayados, pero si quizá con momentos donde el relato no fluye debido a la construcción del artificio desde la puesta en escena (Alex y Ryan comparten un escritorio desde el cual planean su próximo encuentro a través de las notebooks dentro del encuadre) o un recurso retórico utilizado de manera ingeniosa, como la repetición, que permite el diálogo entre secuencias y situaciones (cuando Ryan ingresa al hotel donde se hospeda con Alex menciona “nos vendieron un paquete” ,en alusión a los paquetes de despidos, adquiriendo un nuevo significado la expresión). Estos recursos hacen de Amor sin escalas una propuesta esquemática y medida por momentos, con un sentido afilado para el one-liner y un trabajo que apabulla desde el montaje cuando vemos los testimonios de quienes han perdido sus trabajos en manos de Bingham.

La cuestión es que esa desestabilización de la vida de nuestro protagonista viene del lado de dos mujeres: la primera es, como él, una viajera que ejerce su oficio moviéndose constantemente de hotel a hotel (Alex, interpretada por una efectiva Vera Farmiga), y con quién va a quedar enamorado iniciando una relación casual, sin compromisos, de acuerdo a la filosofía de vida de ambos. La segunda es una joven arribista con ánimos de modificar las cosas (Natalie, con Anna Kendrick como una saludable revelación), con un proyecto que consiste en despedir gente a través de teleconferencias, sin la necesidad de desplazarse. Naturalmente, a nuestro protagonista, que ha basado su vida en tratar de desvincularse de todos los lazos que lo unen a la tierra (familia, amigos, hogar, etc.), y que ha hecho de los aeropuertos su móvil y forma de vida está decisión le resulta antipática e intentará boicotearla. El desarrollo del film mostrará que, al igual que Bingham, ninguno de los dos personajes son como parecen sino, más bien, como pretenden ser y que, en ese juego de apariencias, sólo Alex es consciente del papel que juega (aunque no de las consecuencias). Por su parte el personaje de Natalie se enfrenta a circunstancias que implican un crecimiento gradual de su personaje, que encuentra su lugar en otra parte a raíz de las vivencias con su tutor eventual en la tarea de despedir gente.

Con Bingham la cuestión adquiere matices más existenciales: ¿hasta que punto puede tomar una decisión para cambiar su rumbo?, ¿Qué posibilidades tiene de salirse de esa apariencia que ha construido?, ¿no es acaso su recorrido uno de aceptación y desengaño ante posibilidades que ya han sido despedidas de su vida? En el cuestionamiento reside un recorrido amargo que se construye con una sutileza admirable por parte de Reitman, quién elabora a su personaje en espacios de tránsito (“no lugares”, desde mi punto de vista, ya que la conciencia de su condición es lo que hace que Bingham se sienta “en casa” en esos espacios, evitando el afincamiento de la identidad y, por lo tanto, el riesgo de la alienación) y que, irónicamente, tiene poder sobre el flujo de las vidas de quienes permanecen en tierra. El final del film no es, a mí entender, condenatorio, como plantea Horacio Bernades en su lúcida crítica en Página 12: sólo se trata de una consecuencia de aceptar quién es el protagonista tras una serie de vicisitudes cuyas conexiones eran más bien algo endeble.

En definitiva estamos hablando de una de las reflexiones más amargas sobre el individuo llevadas al cine, con un contexto social que representa una coyuntura para Estados Unidos en este momento y, desde el cual, también se construye un film romántico encantador y gris que no debería engañar al público con su nombre en español. Y es la confirmación de Reitman como narrador: ya no se trata de una promesa sino de un hecho.

8 Puntos

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