
LA CONSOLIDACIÓN DE UN SUBGÉNERO
Por Rodrigo Seijas
(@rodma28)
Si la franquicia de Karate Kid parecía liquidada tras el rotundo fracaso de la cuarta parte, los éxitos de la remake del 2010 y de Cobra Kai demostraron que todavía se podía sacar agua de las piedras. Especialmente la serie, que supo repensar los trayectos de los personajes originales, introduciendo un componente de ambigüedad dramática y mucho de comedia -en especial desde la autoconciencia del ridículo- que potenció de manera notable lo que se había visto previamente. Porque quizás cueste un poco aceptarlo para muchos que crecimos con la saga, pero ninguna de las películas era una maravilla. Ni siquiera la primera, a la que sí hay que reconocerle su efectividad para transitar una gran cantidad de lugares comunes.
Es que Karate Kid lució como una pequeña novedad en el momento de su estreno -a tal punto que luego se convirtió en un modelo a seguir- y eso le permitió ser un sorprendente suceso, pero lo cierto es que es un relato de buenos y malos, de oprimidos y opresores, de crecimiento y aprendizaje, con personajes que no eran necesariamente complejos. Y quizás ahí estaba, precisamente, su atractivo: en su simplicidad, de la que encima era totalmente consciente. Karate Kid es un film sin grandes ambiciones y que busca contar lo suyo sin grandes innovaciones, porque sabe que su potencia narrativa reside en la universalidad de su conflicto central. Al fin y al cabo, todos podíamos identificarnos con los padecimientos y deseos de Daniel LaRusso (Ralph Macchio), ese joven acosado y golpeado por la vida en todos los sentidos posibles, que encuentra en el Maestro Miyagi (gran actuación de Pat Morita) la figura paterna que le faltaba y en el karate una guía para vivir.
Pero la universalidad de Karate Kid se sustenta también en sus antagonistas, a los que la película les da motivaciones y propósitos claros. Empezando por Johnny Lawrence (William Zabka), que puede ser visto inicialmente como un aprendiz de la crueldad, pero que también es alguien que se dedica a cumplir con un rol de líder dentro del ámbito escolar y que sigue los mandatos de su propia figura paterna. Y esa figura paterna es precisamente su maestro, John Kreese (Martin Kove), un tipo que cree que todo se trata de la supervivencia del más fuerte y que la única forma de sobrevivir es desde la crueldad. Lo que los hace realmente interesantes a ambos es su convencimiento de estar del lado correcto, a punto que eso permitió, décadas más tarde, que surgieran interpretaciones que los posicionaran como los buenos de la película: ahí tenemos la notable argumentación de Barney Stinson en la serie How I met your mother como prueba de ello.
Claro que la habilidad de Karate Kid de unir todos los lugares comunes de esta historia de héroes inesperados y villanos convencidos de sí mismos con la trama de peleas, victorias y derrotas se debe en buena medida a una figura que no es tan recordada cuando se habla de la película. Estamos hablando de John G. Avildsen, quien unos años antes, en Rocky, junto con Sylvester Stallone, prácticamente había puesto los cimientos de un subgénero como el deportivo, que es fundamental para pensar el cine norteamericano del último medio siglo. Si aquel film presentaba la historia de un sujeto cuyo mayor rival era él mismo, en Karate Kid el obstáculo personal era más palpable y fácil de entender: es cierto que LaRusso debía superarse a sí mismo y sus miedos, pero más que nada a esa amenaza que constituía el eje Lawrence-Kreese. Esa (relativamente) nueva construcción estaba dada también por el cambio de época: Rocky era un film moderadamente optimista en una década como los setenta, marcada por el pesimismo y la desconfianza; mientras que Karate Kid dialogaba con unos ochenta donde las rivalidades estaban más claras y la esperanza comenzaba a dominar el ánimo estadounidense. Por algo, a diferencia de Balboa, LaRusso ganaba la pelea final: la cultura masiva estadounidense ya avizoraba su triunfo global, el cual traería nuevas épicas deportivas.
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