
Título original: A Real Pain // Origen: EE.UU. / Polonia // Dirección: Jesse Eisenberg // Guión: Jesse Eisenberg // Intérpretes: Kieran Culkin, Jesse Eisenberg, Olha Bosova, Banner Eisenberg, Jakub Gasowski, Will Sharpe, Daniel Oreskes, Liza Sadovy, Kurt Egyiawan, Jennifer Grey, Ellora Torchia, Piotr Czarniecki, Krzysztof Jaszczak, Marek Kasprzyk, Jakub Pruski // Fotografía: Michal Dymek // Montaje: Robert Nassau // Casting: Jessica Kelly // Duración: 90 minutos // Año: 2024 //
7 puntos
TODOS LOS DOLORES, EL DOLOR
Por Guillermo Colantonio
Tal vez sea fácil crear en el cine un golpe de efecto para captar una idea. Una escena en la que alguien llora o dice cosas duras provoca inmediatamente una catarsis que nos involucra de modo rápido y directo. Pero materializar la experiencia de la tristeza, y diseminarla por toda una película es distinto. ¿A qué se refiere el dolor real al que alude el título del segundo largometraje de Jesse Eisenberg? La arista más comprensible y explicable es la que obedece a la matriz histórica, a las consecuencias del holocausto provocado por los nazis y que continúa afectando a las nuevas generaciones. Los dos protagonistas, Benji y David, son primos y deciden viajar a Polonia para visitar la casa donde vivió su abuela, recientemente fallecida. Además, iniciarán un tour de la memoria cuyos efectos reavivarán ese pasado y esa memoria que siempre sobrevuela el presente. Se encuentran en el aeropuerto, pero previamente la cámara se detiene en el rostro de Benji mientras suena Chopin. Si bien es cierto que la música refuerza demasiado el desarrollo del itinerario, no debería pasarse por alto que la trama y la atmósfera de la película están pensadas en función de ese tono de réquiem, de parsimonioso sentir y deambular de los primos. Benji es impulsivo, ciclotímico, espontáneo y cada intervención suele descolocar al resto; David es padre de familia, aparentemente exitoso y estructurado. Pero más allá de las diferencias y de los cortocircuitos entre ambos, hay una base de frustración, de dolor y de tristeza que comparten. Uno ha intentado suicidarse, el otro tapa su ansiedad con pastillas. A esa carga le sumarán la otra, la carga histórica a medida que recorran esos espacios que remiten a una dimensión atroz. No obstante, por fortuna, Eisenberg no se ahoga en la solemnidad y se corre en los momentos justos para no repetir historias ya vistas o regodearse en los golpes bajos.
Un viaje, una travesía, supone muchas veces una transformación o, al menos, un cambio emocional pasajero. A medida que acompañamos a los primos advertimos la tensión, producto de dos estilos de vida absolutamente diferentes. Todo lo que hace Benji es un pequeño escándalo para la condición encorsetada de David, poco dispuesto a la improvisación y a los impulsos de su primo. El tour del que forman parte es una especie de ficción, una parodia de estos rituales del mercado turístico que ponen en crisis también el ánimo de Benji, siempre dispuesto a transgredir las normas del espectáculo. Hay un guía amable, descolocado en reiteradas oportunidades por las observaciones del primo conflictivo, una mujer separada, un matrimonio de personas grandes y un joven negro convertido al judaísmo, que ha padecido otro genocidio, el de Ruanda.
En un momento, como si oficiara como director de cine, decide intervenir un monumento y la escena funciona bien, es graciosa, porque son los descendientes de las propias víctimas quienes lo hacen. El humor es una coraza momentánea que permite digerir la raíz del dolor. No ocurre lo mismo cuando visitan un campo de concentración: hay allí un recorrido que no necesita de palabras para que se sienta en la piel lo que sienten los personajes. No hay humor posible. El silencio es terrible, la tristeza, letal. Es una escena absolutamente emotiva y que se halla en las antípodas de otro magistral segmento de un documental de Sergei Loznitsa llamado Austerlitz (2016). El realizador ucraniano instala la cámara como si fuera una mosca en la pared en los campos de concentración nazis y observa a miles de turistas que transitan el lugar. Los planos son fijos y hay un tiempo prolongado para mirar, lapso en el que frente a la transparencia de lo que vemos se nublan progresivamente los pensamientos, sobre todo cuando la tragedia que ocurrió en ese lugar se transforma en un cúmulo de selfies y personas voraces por registrar postales para la foto familiar. Es interesante al respecto el efecto alienante que provoca la multitud caminando como si fuera por un shopping: nadie se conmueve un segundo, todos repiten itinerarios y rituales sin el menor gesto de consideración. En un momento un guía turístico explica que en unos palos colgaban a las víctimas para que los prisioneros escucharan sus gritos de dolor. Inmediatamente el grupo se retira a otro sector y una pareja permanece. El marido se pone para la foto en el lugar de la tortura y levanta sus brazos en pose. Ese gesto condensa la bestialidad implícita en todo el film. No obstante, no todo pasa por la vista. Diversos sonidos atraviesan la pantalla al borde de la saturación y entre ellos se destacan los de teléfonos y aparatos de traducción. En el lugar donde debería reinar el silencio, las máquinas suplen cualquier atisbo de emoción, de respeto por el dolor. La farsa ha llegado para quedarse en el Siglo XXI. Eisenberg es consciente de esa actitud aberrante, de la acostumbrada banalización que prevalece en esas visitas turísticas, por ello, si bien distiende por momentos la sensación de escalofrío, también pone en cuestión esta ficción de los tours motivados por el dinero más que por la memoria.
Ahora bien, el gran pasaje de la película se da durante una cena. Es clave porque el foco se desplaza de Benji a David. Aflora allí su propia angustia, producto, por un lado, de su dificultad por comprender al otro en toda su (problemática) dimensión, aunque en el fondo, la gran revelación es que el intento de suicidio de Benji es un espejo en el que él mismo se ve. Pese a su comodidad material y a su familia constituida, su vida es también una ficción, la ilusión propia de la sociedad del rendimiento que nos hace creer que, como individuos, controlamos todo y terminamos siendo víctimas de nuestra inserción en la falsa vidriera del consumo y la productividad. Detrás de esa fachada hay también un dolor real que sale por los poros de la hiperactividad y del aislamiento. Benji llora luego de haber habitado el campo de concentración; David llora luego de su confesión. ¿Cuál es el dolor real? Todos los dolores, el dolor.
El final vuelve al comienzo. Sobre la perdurabilidad de los efectos del viaje en ambos personajes se abre un abismo no necesariamente esperanzador.
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