Título original: Idem
Origen: Argentina
Dirección: Alejandro Agresti
Guión: Alejandro Agresti
Intérpretes: Eleonora Wexler, Luis Rubio, Antonio Agresti, Carlos Gorosito, Juan Carlos Kuznir
Fotografía: Marcelo Camorino
Montaje: Glenda Daus, Alejandro Soler
Música: Leo Caruso
Duración: 90 minutos
Año: 2024
6 puntos
EL ARTE DE LA PEREZA
Por Guillermo Colantonio
Hay palabras que según el contexto en que se utilicen pueden tener un sesgo positivo como negativo. Hablo de las valoraciones que solemos hacer sobre ciertas películas o, incluso, poéticas. Por ejemplo, la idea de despojamiento en Robert Bresson es el corazón de un modo de entender y potenciar el lenguaje cinematográfico, pero en Yorgos Lanthimos está ligado al chantaje de la pose. De igual modo se puede pensar la relación entre David Cronenberg y La sustancia, de Coralie Fargeat, el reciente éxito inflamado por la crítica.
Para Lo que quisimos ser se podría invocar a sustantivos como sencillez, pequeñez y emoción. Es más, si se atiende a varias de las reseñas publicadas en diversos medios, se notará una recurrencia hacia tales expresiones. No obstante, podemos preguntarnos cuál es el alcance de las mismas y qué significan en el contexto de una filmografía con altibajos, pero nunca indiferente, de Alejandro Agresti. En efecto, ¿qué ha quedado de la intensidad de un cineasta que se posicionó como uno de los exponentes más interesantes del cine argentino en décadas de mediocridad reinante? ¿En qué recovecos se esconde esa fuerza desbocada de películas felizmente fallidas? La sensación que tengo, siempre con ánimo de dejar la puerta abierta a la revisión, es que esta historia con dos personajes (Luis Rubio y Eleonora Wexler) que se encuentran azarosamente en el cine mientras ven Ayuno de amor (Howard Hawks, 1940) carece de energía y está impregnada de un aire añejo, una melancolía acaso ligada a ciertas zonas del cine argentino de los ochenta, forjada a base de acumulación de golpes bajos y de líneas de diálogos donde cada intervención se pretendía como legado de Séneca. La lógica mecánica en el modo en que se filman las conversaciones (¡que muchos asociaron como homenaje a la screwball!), el carácter sentencioso de los mismos y la falta de desarrollo de cuestiones que apenas asoman desde el punto de vista político, sumados a la utilización de una voz en off omnipresente, se convierten en signos propios de una pereza formal (antes que minimalismo), algo poco entendible para un cineasta del ímpetu de Agresti.
De todos modos, se puede rescatar algo en la naturaleza de dos seres humanos que juegan a ser lo que quisieron ser. Hay un sesgo de ternura en la condición de dos solitarios que viven como pueden, a veces fuera de época, con pasiones que no necesariamente cuadran con los paradigmas mercantiles del mundo contemporáneo. Ella quiere ser escritora, él, astronauta. Y esas proyecciones son las que se ponen en funcionamiento cada vez que se encuentran en el mismo bar, apañados por un simpático mozo. La historia comienza a fines de los noventa en una sala prácticamente vacía, lo cual dice bastante del contexto socioeconómico y cultural que dejó el menemismo, motivo suficiente como para fugarse existencialmente hacia identidades fingidas e intentar buscar en otro/a una cuota de amor que, aunque pasajero, sea un refugio posible. Los cambios personales y políticos están hábilmente trabajados por Agresti mediante elipsis que opacan al mismo tiempo los grandes acontecimientos fuera de campo (por ejemplo, la crisis del 2001). Con sólo cambiar de bar para los encuentros se pretende referir el colapso de entonces (curiosa manera de proceder para un director que ha hecho películas como El acto en cuestión o Buenos Aires viceversa). Y no se trata de declamar, por supuesto, pero al menos uno esperaría una elección más jugada acorde con el marco que se elige para el pequeño relato. Por momentos, las discusiones de la pareja en términos políticos entran en un cuadro más sentencioso que las palabras que intercambian sobre la vida en general.
Pero como algo de magia siempre queda, hay una última secuencia donde lo emotivo sí encuentra los carriles adecuados. La charla que sostienen Yuri y el hijo de Irene redimen a la película de la cursilería que la impregna. Por una vez, parecen justificadas las palabras sencillez, pequeñez y emoción.
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