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Willy Wonka y la fábrica de chocolate (1971)



EL PESADILLESCO MUNDO DE WILLY WONKA

Por Mex Faliero

(@mexfaliero)

Durante la promoción de la reciente Wonka, Timothée Chalamet se encargó de aclarar que su versión del personaje de Roald Dahl estaba más inspirada en la caracterización de Gene Wilder en Willy Wonka y la fábrica de chocolate de 1971 que en la de Johnny Depp de Charlie y la fábrica de chocolate de 2005. Y si bien en cierta medida es razonable que lo diga, porque su Willy Wonka carece de la floritura del border chocolatero de la película de Tim Burton, lo cierto es que repasando aquella película de Mel Stuart, nos encontramos con una verdad a medias: el de Chalamet es contenido en la senda de la creación de Wilder, pero carece de la maldad de aquel. Incluso la película de Burton, bastante cáustica, sucumbe en su epílogo a una suerte de fábula familiar que en la adaptación de 1971 estaba ausente o, en todo caso, permanecía fuera de campo.

Otra curiosidad de esta adaptación es que Stuart elige poner en el título a Wonka, contradiciendo al título original del libro de Dahl, pero mantiene al personaje en suspenso hasta pasados los 40 minutos. Claro, una vez que Wilder aparece en escena se lleva todas las miradas. Si bien el actor todavía no era la estrella en la que se convertiría unos años después gracias a sus intervenciones en películas de Mel Brooks como El joven Frankenstein y Locuras en el oeste, tenía un talento único para la comedia en un registro hierático. Y es esa actitud, como desfasado respecto de lo que pasa a su alrededor, lo que ha convertido a su actuación, desde un aspecto gestual, no sólo en emblemática sino en parte de la cultura popular del Siglo XXI al convertirse en uno de los memes (esa forma perfecta de humor contemporáneo) más reconocidos. Precisamente esa pose irónica del “qué interesante, cuéntame más” acierta con la actitud del Wonka de Wilder.

Si bien hay que decirlo, la película de Stuart no es ninguna maravilla, y hasta el ingreso en la fábrica de Wonka le falta algo de ritmo y precisión narrativa, una vez que se mete en el mágico mundo del chocolatero la película gana en un aspecto surrealista muy de la época. Por ejemplo, aquella escena en la que los visitantes a la fábrica son sometidos a una serie de imágenes horrorosas proyectadas de fondo parece provenir de algún relato lisérgico antes que de un cuento infantil (es una película de un tiempo sin cancelaciones ni cultura woke, y los oompa loompa más esclavizados -y enanos- de la historia del cine pueden dar fe). Stuart mantiene de la pluma de Dahl aquel aspecto cuestionador de los padres concesivos y sus hijos maleducados, hasta el aleccionamiento. Pero lejos de humanizar al personaje, o de alguna redención final, Willy Wonka y la fábrica de chocolate termina por convertir la historia en un sueño pesadillesco en el que sólo sobreviven los buenos corazones. Y eso son Charlie y su abuelo, representantes de las clases bajas que por los designios del azar consiguieron ese quinto y último ticket dorado con el que ingresar a esa suerte de reverso perverso del mágico mundo de Walt Disney. Y no necesitaron aprender ninguna lección porque, básicamente, hay amabilidad en su mirada. Y porque, claro, ellos eran la enseñanza.


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