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Anatomía de una caída

Título original: Anatomie d’une chute
Origen: Francia
Dirección: Justine Triet
Guión: Justine Triet, Arthur Harari
Intérpretes: Sandra Hüller, Samuel Theis, Milo Machado Graner, Swann Arlaud, Jehnny Beth, Saadia Bentaïeb, Antoine Reinartz, Camille Rutherford, Anne Rotger, Sophie Fillières
Fotografía: Simon Beaufils
Montaje: Laurent Sénéchal
Diseño de producción: Emmanuelle Duplay
Duración: 150 minutos
Año: 2023


7 puntos


UN ARTEFACTO VERBAL

Por Guillermo Colantonio

(@guillermocolant)

¿Existe un quiebre entre las palabras y las cosas, es decir, una brecha entre el discurso y la experiencia? Si todo lenguaje es una construcción, ¿de qué modo podemos confiar en los discursos y qué hay más allá de ellos y de los sujetos y los medios que los enuncian? Por otro lado, ¿cómo se reconfiguran las identidades en las sociedades contemporáneas?

Sabemos desde hace rato que “por bien que se diga lo que se ha visto u oído, lo visto u oído no reside jamás en lo que se ha dicho” (Michel Foucault, Las palabras y las cosas, 1978). Y agregamos: lo dicho guarda una distancia abismal con lo ocurrido. En la última película de Justine Triet, la muerte de un hombre quedará aplazada progresivamente en la medida en que las palabras y las diversas narrativas que entran en juego ocuparán el centro de interés. Ya no se trata de un acontecimiento, sino de transformar un juicio en un acontecimiento en sí mismo.

La palabra en el cine cuando no da vida, mata. Las imágenes se vuelven redundantes, explicadas, forman parte de un decorado que funciona como marco de un registro verbal imperante. Con el paso del tiempo, pocos recordarán esas películas que, no sólo están atravesadas por la actualidad, sino que no dejan más que dos o tres momentos discursivos intensos pero ningún fotograma memorable. En la última edición del cada vez más políticamente correcto Festival de Cannes, Anatomía de una caída se llevó el premio mayor otorgado por el jurado, el que no obtuvo Hojas de otoño (Aki Kaurismaki, 2023). La primera se sostiene a partir de la palabra y su cáscara genérica de litigio judicial construye su estatua argumentativa y respetable; la otra, en cambio, es del orden de la poesía y el habla aparece en su justa medida como un eslabón más de una cadena de significantes líricos.

Justine Triet va al hueso del problema. Su principal virtud es obviar el lastre de un pasado que asomará progresivamente a lo largo de la historia, mayormente escenificada en el proceso judicial. Es decir, la caída es abrupta en varios sentidos. Uno de ellos es fáctico y se produce con el aparente suicidio de un hombre; otro es la agonía de un vínculo de amor. Después habrá otras caídas existenciales. El hombre en cuestión se llama Samuel Maleski, quien vive en una apartada cabaña en medio de los Alpes franceses con su mujer, Sandra, escritora, obsesionada con su trabajo y cuyas decisiones no se emparientan con las exigencias de una vida conyugal convencional. Ambos tienen un hijo cuya visión disminuida fue producto de un accidente, determinante para activar la culpa en el padre. Pocos minutos transcurren para dar lugar a la fatalidad y muchos estarán dedicados a ese teatro de máscaras llamado juicio. Como hay una larga tradición en torno a esto, la directora aporta algunos nuevos ingredientes que mucho hablan de la época que transitamos, por ejemplo, la invasión a la intimidad, utilizada como supuesto indicio relevante y que termina exponiendo los aspectos más crudos de la convivencia como carne para caníbales. Ya nada parece escapar a la mirada inquisitorial de los otros, independientemente de la verdad por develar. Este acaso sea el lado más siniestro de la cuestión. También es siniestro el giro que se produce acorde a la lógica y la demanda de espectáculo televisivo: es mucho más estimulante el relato de la mujer escritora asesina que el del accidente.

Además, hay que destacar algunos momentos de legítima intensidad dramática dispersos en la abundancia verbal. En el transcurso de un desgarramiento constante, la película desnuda la vulnerabilidad de los integrantes del núcleo familiar y las partes que involucran al hijo son tan crudas como impactantes. El vuelo cinematográfico en las escenas con su perro, en medio de la nieve, otorgan un respiro y confirman que son el niño y su decisión los puntos culminantes de la trama.

Pero en términos generales, el esquema dramático repite una estructura que hemos visto infinidad de veces. El largo proceso es una sumatoria de padecimientos con fiscales villanos, abogados apacibles y testigos empantanados. Y lejos de generar una ambigüedad o de sostener la duda acerca de la posible culpabilidad de Sandra, la película se sostiene desde su punto de vista como una necesidad moral de acompañarla en su derrotero, lo cual vuelve todo más predecible y chato, a pesar de que al final se inste a pensar con su silencio que lo más importante ha quedado fuera de campo.

Un artefacto verbal de más de dos horas, una calculada disposición de palabras, son suficientes en los tiempos que corren para conferir seriedad y prestigio en festivales cada vez más conservadores.


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