Por Mex Faliero
La semana pasada en esta misma columna hablábamos de inflación respecto de los elogios exagerados con la miniserie El amor después del amor, algo que se repitió -y tal vez más exageradamente- con el estreno de Misántropo, la nueva película de Damián Szifrón. Como bien dice Seijas en su crítica de la película, entre los cronistas había una suerte de consenso previo al estreno de que Misántropo era buenísima. Sólo fueron al cine a confirmar su prejuicio. Algo que por otra parte suele ocurrir con el cine de Szifrón, quien si bien todavía no ha hecho una gran película, su nombre parece intocable. Y con Misántropo ocurre que sí, es un policial correcto, bien narrado, con cierto vigor en un par de secuencias, pero que va perdiendo valor a medida que su discursividad toma el primer plano. Más o menos lo que sucede con todas las películas del director. Con la discursividad de Misántropo pasa algo particular, y es que como sucede algunas veces, cada vez que un personaje habla no podemos dejar de escuchar al propio realizador y guionista hablando y diciendo cosas en voz alta. La película es como una representación de aquello que Szifrón dijo en el programa de Mirtha Legrand, aquello de que “si no tuviera necesidades básicas satisfechas sería delincuente más que albañil”. Ese es más o menos el universo moral binario que maneja el director, una misantropía que queda bien ilustrada con el título que le pusieron a su nuevo film por estas tierras. Misántropo arranca muy bien, con una secuencia shockeante en medio de los festejos de Año Nuevo en Baltimore, y luego tiene otro gran momento, en un shopping, con una tensión que va creciendo y un desenlace imprevisible respecto de lo que está sucediendo en escena. Ahí Szifrón muestra su valor como realizador, alguien que sabe generar climas y tensar la cuerda lo suficiente como para poner nervioso al espectador. Pero desde la primera escena en la que el personaje de Ben Mendelsohn (un poco pasado de rosca) organiza la operación que comandará, se notan las intenciones del director por decir cosas en voz alta: que la prensa, que los políticos, que el FBI, que los inmigrantes, que los sub-inmigrantes que cobran dos pesos por trabajos en negro, que el capitalismo, que la industria de la alimentación (¡el villano se hizo vegano!) y un largo etcétera. Creo que sólo le faltó alguna acotación sobre el cambio climático, aunque puede que me haya distraído dos segundos y me la perdí. No es un problema de agenda el que apura a Szifrón, sino la necesidad de guionista novato (algo que Szifrón no es) por decir todo, todo junto y provocar. Y no es que una película de género no deba decir cosas, sino que debe tratar de hacerlo sin detener el movimiento, cosa que Misántropo hace a cada momento. Pero volvamos al origen de esta columna, que es un problema de estos tiempos: Son épocas de posicionamientos y fanatismos, donde todo debe ser defendido a muerte o destruido miserablemente. Ya no hay películas buenas o aceptables, hay películas geniales y películas horribles. Y si te gustó la que no me gustó, sos un imbécil; y si no te gustó la que me gustó, un bruto. Una actitud un poco adolescente a la que la discursividad tajante y categórica de Misántropo le viene como anillo al dedo. La película de Szifrón es una de las aceptables, pero ni siquiera alcanza con eso. En todo caso, menos mal que Szifrón tiene sus necesidades satisfechas, si no andaría de caño por ahí.
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