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Una Navidad con los Muppets (1992)



AUTOCONSCIENCIA Y REINVENCIÓN

Por Rodrigo Seijas

(@funcinemamdq)

«¡Te lo dije, los narradores son omniscientes; yo sé todo lo que pasa!» le dice Gonzo, acá tomando el papel de Charles Dickens, a Rizzo, en una secuencia de Una Navidad con los Muppets. Es uno de los tantos momentos repletos de autoconsciencia de una película que es fiel a Un cuento de Navidad, el famoso relato de Dickens, pero que al mismo tiempo utiliza la estructura literaria para reinventarla por completo desde su propio imaginario, que ya a principios de los noventa estaba completamente instalado. Esa jugada, lejos de ser cómoda, refuerza su potencia estética y narrativa.

Si hay algo que caracteriza al mundo de los Muppets, es su honestidad y coherencia, que viene de la mano de una creencia a prueba de balas en las virtudes de la bondad y la unión entre los diferentes. Quizás por eso también ese universo inventado por Jim Henson confluye a la perfección con el ideario creado por Dickens y termina siendo la superficie ideal para llevar su cuento a la pantalla grande. De ahí que Una Navidad con los Muppets sea desde el comienzo una comedia musical que con un par de trazos delinea rápidamente a Scrooge, ese viejo avaro, misántropo y temible que no solo detesta las festividades navideñas, sino a la humanidad entera. Y que, al mismo tiempo, no tema adentrarse en los aspectos más oscuros del relato de origen: al fin y al cabo, la obra de Dickens siempre tuvo un costado tétrico que convivía con cierta tendencia al idealismo, y Un cuento de Navidad no es la excepción.

Por eso la exposición constante del artificio es también un método del film de Brian Henson -que, a pesar de que esta era su ópera prima, ya mostraba un manejo aceitado de la puesta en escena- para explorar los elementos más tristes y lúgubres de la historia sin resignar el humor. Hay, de hecho, unos cuantos apuntes sobre las características del relato literario y las correlaciones con las herramientas cinematográficas que mostraban una inusual confianza en espectadores que en su gran mayoría eran niños. Ese espíritu lúdico es que el permite que transitemos una narración con un protagonista que debe hacer un camino de redención que nos interpelaba a partir de la tristeza que esconde tras su máscara de cinismo y que en un punto nos hablaba de los dilemas que veía Dickens en esa época de auge del capitalismo y el industrialismo. Podría pensarse, sin temor a equivocarse, que Un cuento de Navidad sentó las bases del relato navideño clásico y que, a su modo, inspiró a películas navideñas como ¡Qué bello es vivir! y Una Navidad con los Muppets es bastante consciente de ello. Hay algo indudablemente de Capra en su puesta en escena, donde la redención y las instancias de felicidad escondían solo levemente las pérdidas y tragedias personales.

Claro que, para concretar su objetivo, Una Navidad con los Muppets necesitaba, literalmente, del factor humano para redondear ese plano de interacción con los títeres y su revelación constante del artificio que no esconde, a la vez, su voluntad por adentrarnos en la ficción. Y ahí tenemos, por suerte, a un Michael Caine que se toma su papel de Scrooge con la seriedad justa: su interpretación es temible cuando corresponde -más que nada en los primeros minutos- y luego progresivamente conmovedora, sin caer en la morisqueta gratuita o los subrayados dramáticos. Eso contribuye a que la película pueda combinar un conjunto de tonalidades sin descarrilar nunca y que sea un entretenimiento que encuentra nuevos significados en un relato que podría haber sido excesivamente sentencioso. Eso es algo que muchas otras adaptaciones (como la dirigida por Robert Zemeckis) no entendieron, mucho más preocupadas por lo discursivo que por numerosos matices que ofrecía la historia.


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