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La comezón del séptimo año (1955)



ESE RUBIO OBJETO DEL DESEO

Por Mex Faliero

(@mexfaliero)

Ahora que Rubia, la película de Andrew Dominik para Netflix, se empecina en contarnos que la vida de Marilyn Monroe fue un camino exclusivo de tragedias y sordideces, en poner la vida privada por delante de todo como si lo otro, aquello por lo que el personaje es relevante, fuera intrascendente, no está mal echar una mirada sobre uno de los máximos hitos de la filmografía de la actriz: La comezón del séptimo año, de Billy Wilder, tal vez el director que mejor interpretó no solo a la Marilyn persona, sino -mucho mejor- a la Marilyn mito mientras el mismo mito se edificaba. Y esta película, basada en la obra de teatro de George Axelrod, es especialmente clave para interpretar aquello que la estrella significó para el Hollywood de los 50’s, la sexualidad y la fantasía, algo que Dominik parece descubrir en su película con fascinación de onanista.

Sobre La comezón del séptimo año hay miles de anécdotas, la más conocida tiene que ver con la escena en la que Marilyn está parada sobre el respiradero del subte, con la pollera volando, imagen icónica de la actriz, de la película, de Hollywood, del cine general y del erotismo todo. Se sabe que la escena fue filmada originariamente en la calle, con miles de curiosos mirando detrás de cámaras, en una acción que tuvo mucho de marketing por parte de la FOX. Es por eso que se encuentran múltiples imágenes de ese rodaje, porque los fotógrafos de cientos de medios fueron citados para registrar el momento. Luego, Wilder tuvo que descartar ese metraje por el ruido ambiente de la muchedumbre gritando y silbando, y la escena se recreó en estudios. Precisamente esa escena, su simbolismo, es lo que mejor captura Dominik en su película. Pero a la vez muestra un poco el exceso de Rubia, su sobrelectura: la escena dura más que la propia escena de la película de Wilder, que no pasa de mostrar hasta las rodillas de Marilyn en un par de planos que dejan que la imaginación de una generación hiciera el resto. Como en aquellos juegos de las viejas revistas donde había que unir los puntos para formar una figura.

Aquello que pretende señalar Dominik con el dedo escandalizador de estos tiempos, La comezón del séptimo año ya lo tenía claro desde el vamos. Y se animaba a decir lo suyo esquivando la censura de aquellos años con cierta habilidad, aunque el propio Wilder se arrepintiera años después de algunos aspectos de su película, especialmente esos en los que no se mostraba lo que se tenía que mostrar: la de Axelrod era una historia sobre la infidelidad como regulador social masculino, mientras que la película apelaba más al inconsciente, a la represión sexual del hombre de mitad de siglo, controlado por un sistema que moldeaba lo familiar como símbolo del ideal, así como la película era controlada por el Código Hays. Pero si había alguien poco inocente en aquel Hollywood era Wilder, quien sabía perfectamente que Marilyn era la actriz perfecta para ese personaje, porque representaba ese ideal que la película moldea como alfarero sexual. Y tampoco era ingenuo respecto del rol que el propio Hollywood jugaba como constructor de cierto imaginario, por eso la parodia a De aquí a la eternidad y su sexual escena en la playa surge como un grito burlón y autoconsciente: hay un deseo que se erige desde la imaginación y al que el cine le da un aspecto, una forma. La comezón del séptimo año es por tanto la puesta en escena de esa idea desde una perspectiva más psicológica, más allá de todo lo lúdico y sardónico que los diálogos tenían.

Es verdad que a diferencia de otras películas de Wilder, La comezón del séptimo año luce más teatral, más presa de un texto que obliga a extensos monólogos al protagonista interpretado por Tom Ewell. Sin embargo, mantiene firme la picardía de los diálogos del director y guionista, y eso la vuelve irresistible, porque uno adivina como espectador el trabajo esforzado para disfrazar lo lujurioso del relato original. Y hasta se podría decir que la censura, como ha pasado en Argentina con la canciones, mejora la experiencia, porque obliga a la sugerencia y a la sutileza, por encima de lo explícito, que en ocasiones no atraviesa bien el paso del tiempo: lo que hace unos años escandalizó, probablemente hoy no ruborice ni a una abuela. Por tanto la insistencia de Sherman a mencionar ese calor bochornoso de la Nueva York veraniega, a la recurrente mención de la chica (el personaje de Marilyn no tiene nombre) a la falta de aire acondicionado en su departamento, a sus bailes ante la brisa del aire acondicionado de Sherman, a la sugerencia de unas fotos que tardan en mostrarse, todo hace elevar la temperatura de una película un poco calentona e, inevitablemente, castrada. En el prólogo, Wilder hace mención a que no hubo demasiados cambios entre una tribu aborigen de siglos pasados con la conducta de los hombres trajeados de la Nueva York de los años 50’s. Y si alguien se animara a mirar con superioridad esta comedia de hace casi 70 años, habría que ver en verdad si hay tanta diferencia entre el presente y aquellos años.

En definitiva, La comezón del séptimo año también nos demuestra que además de una chica torturada, Marilyn Monroe era una comediante excelente, que jugaba un estereotipo de rubia simplona para imprimir en el primer plano del cine el deseo reprimido de una sociedad bastante hipócrita.


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