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Los imperdonables (1992)



EL HOMBRE QUE MATÓ A LITTLE BILL DAGGETT

Por Rodrigo Seijas

(@fancinemamdq)

Treinta años han pasado desde el estreno de Los imperdonables y, cuando observamos el estatus actual de Clint Eastwood como actor/director/productor estrella, quizás no han cambiado tantas cosas en relación con la actualidad. Sin embargo, el éxito del film, tanto de crítica como de público, sí representó en su momento un giro de 180° para su carrera, aunque no tanto por sus decisiones particulares, sino por la percepción que tenía buena parte del campo académico hollywoodense sobre él y su cine. Si ya Eastwood era un artista popular y reconocido, que encima ya tenía una atractiva carrera como cineasta, los Oscars para Los imperdonables (incluidos mejor película y director) lo colocarían en un altar de prestigio con el que tendría una ambivalente relación.

Lo cierto es que el camino que llevó a Eastwood a hacer Los imperdonables tuvo perfecta lógica y no representó un quiebre sino una continuidad lógica en su trayectoria artística. Esta tuvo en principio razones cronológicas: a pesar de que tenía los derechos del guión de David Webb Peoples hace varios años, esperó hasta tener la edad correcta para el protagónico, para así llevar el proyecto a su concreción. También razones temáticas: después de haber dirigido y/o protagonizado numerosos westerns, hasta convertirse en una figura emblemática del género, creía que era el momento de deconstruir los mitos que lo enmarcaban. Y, por último, había causas estéticas y formativas: Eastwood, a esa altura, ya tenía sobrada experiencia y madurez, un estilo definido -que muchas veces sabía invisibilizarse- para concretar sus ambiciones. Por eso, también, Los imperdonables es como un resumen de su carrera hasta ese momento.

De ahí que las reformulaciones que emprende el film sobre la mitología, las iconicidades y narrativas del western tienen conexiones indudables con las filmografías de Sergio Leone y Don Siegel (a quienes se homenajea en los créditos finales y que fueron mentores de Eastwood), pero el trasfondo, ese tono crepuscular y prácticamente terminal, está más emparentado con el John Ford de Un tiro en la noche. Aunque claro, sin caer en la copia, porque Eastwood ya tenía una mirada propia: si aquella obra maestra de 1962 abordaba el proceso civilizatorio del Lejano Oeste y cómo este no había podido escapar al contacto con la justicia por mano propia, treinta años después, Los imperdonables miraba la otra cara de la moneda, la de los forajidos, villanos y criminales transformados en seres civilizados, en maridos y padres de familia, aunque nunca pudieran dejar atrás por completo la violencia que anidaba en ellos.

En el caso del Bill Munny interpretado por Eastwood -que pudo haber sido un Billy the Kid en sus años de juventud-, la conexión con su pasado turbulento se da a través del alcohol, un combustible vital para hacer resurgir su capacidad innata para matar. Ese personaje, torturado a más no poder a lo largo de todo el film, obligado a volver a las andanzas para mantener a sus hijos, encontrará en Little Bill Daggett, el sheriff encarnado por un notable Gene Hackman, un espejo retorcido que lo interpelará sobre las implicancias de sus acciones previas a partir de sus intentos por delinear una mitología propia, una especie de “historia oficial” donde la imposición de la ley permite un vale todo. Y será en el impecable tiroteo final donde ambas formas de ver y contar el Lejano Oeste -la de ambos Bill, que por algo tienen el mismo nombre- confluirán y colisionarán a la vez, con la mirada del biógrafo interpretado por Saul Rubinek como puente. Allí la leyenda vuelve a convertirse, por otro camino, en verdad, y se vuelve a imprimir la leyenda.

Lo cierto es que los treinta años posteriores a Los imperdonables lo han devuelto a Eastwood a un lugar similar al que estaba antes de llevarse el Oscar. Si bien supo asimilar ese prestigio, potenciarlo y hasta volver a ganar unos cuantos galardones con Río Místico y Million Dollar Baby, también se fue alejando, especialmente en los últimos tiempos, de esa posición inmaculada. En ese recorrido se permitió deconstruir y problematizar los valores del presente desde una mirada madura, haciéndose cargo aún más de su vejez, en películas como Gran Torino, La mula y Cry Macho. Eastwood ha vuelto a estar a un costado de Hollywood y queda claro que no le importa. Como Bill Munny, sabe que no puede escapar de su leyenda y, por suerte, ya hizo las paces con esa situación.


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