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MAR DEL PLATA 2021: Todas las críticas de la Competencia Internacional

El 36° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata va llegando a su fina y hoy se conocerán los ganadores de los premios Astor Piazzolla. Funcinema cubrió la Competencia Internacional y te ofrecemos un repaso, película por película.


¿Qué vemos cuando miramos el cielo?, de Alexandre Koberidze / 7 puntos


Hagamos de cuenta que tenemos una historia de amor posible, pero despojémosla de todos los clisés. Por ejemplo, que el azaroso encuentro sea filmado a partir de los pies de cada personaje y que en la primera cita un misterio transforme la virtual relación en una especie de maldición. El resultado es esta extraña fábula humanista que se degusta como un buen vino, con paciencia y tranquilidad. Puede que le sobren minutos (¡ay del empleo del tiempo en el cine contemporáneo!), no obstante uno se divierte con esa complicidad con que vemos a Ioselliani, Tati y tantos otros que han pintado su aldea de modos creativos y lúdicos. La primera escena bien podría ser un homenaje a los hermanos Lumiere y sus obreros saliendo de la fábrica, solo que aquí Koberidze clava la cámara a la salida de un jardín de infantes y se toma unos cuantos minutos para ver salir a toda la comunidad. En realidad es la preparación del escenario para el fortuito encuentro entre Lisa, una farmacéutica, y Giorgi, un futbolista. Como en toda fábula, hace falta un narrador y una voz en off aparecerá esporádicamente para dar cuenta de la historia  y de sus protagonistas. De todos modos, el relato se abre constantemente hacia otras aristas para congelar bellísimas situaciones que ofician a la manera de homenajes a esa pequeña patria de Kutaisi, incluidos varios segmentos dedicados al fútbol. En lo que respecta a la trunca historia de amor, el destino hará su jugada y asistiremos a una resolución fascinante. Otro aspecto a destacar es el ensamble musical, sobre todo la inclusión de Notti magiche en un momento estratégico de la historia cuyo marco temporal es el último mundial y uno de los santos de devoción es Messi. Pero fundamentalmente se trata de una película sobre los espacios, sobre cómo mirar los espacios, ríos, puentes, casas, bares, escuelas, que parecen tener vida independientemente de quienes los transitan. Hay una forma supeditada a ese enfoque lírico que mantiene su pulso a través de secuencias extensas donde es posible observar detenidamente todo ello. Acaso en este acercamiento de tipo metafísico esté la respuesta a la pregunta del título. Guillermo Colantonio


Album para la juventud, de Malena Solarz / 4 puntos


Entre la vacuidad narrativa del film asoma una película con un trabajo de actores sólido, técnicamente irreprochable y con una frescura innegable. Pero es difícil justificar su gestación como largometraje. Uno tiene la impresión de que hay aquí un cortometraje valioso, con un fundido emotivo para cerrar el arco de cada historia, pero es el germen de una obra y apenas eso. Como largometraje la evolución de los personajes es llana y la cámara de Solarz recorre sus vidas, conmovidas por el paso a la universidad, con una mirada omnisciente que se extiende no solo a nuestros protagonistas Pedro y Sol, sino también a sus amistades y familiares (en particular el hermano de Pedro). Este árbol de personajes no tiene siempre el mismo relieve para extender sus historias y quedan apenas esbozados como anécdotas, perdidos entre situaciones cotidianas, chatas. No hay nada que indique por qué algunos relatos tienen más peso que otros, en particular porque las vidas de Pedro y Sol también rayan lo anecdótico. No hay tensión, evolución narrativa o puntos de giro y una propuesta así, tan dispersa, se hubiera beneficiado de un envase más corto. Así queda la impresión de un montón de nada. Cristian Ariel Mangini


El otro Tom, de Rodrigo Plá y Laura Santullo / 5 puntos


Tal vez el tema que aborden Plá y Santullo sea más importante que la película que lo contiene. Estamos ante una estirada historia más de las tantas que circulan por un cine latinoamericano que trabaja cuestiones serias y bien vistas a nivel internacional, sobre todo si los personajes son inmigrantes y sufren mucho. Aquí, una madre llamada Elena debe lidiar con su hijo Tommy, que ha sido diagnosticado con Trastorno de Déficit de Atención e Hiperactividad. Su padre está en otro lado y la ausencia se hace sentir. La plata no alcanza, los servicios sociales no ayudan demasiado y la mujer debe sumar horas para (sobre)vivir y atender las demandas del pequeño. El espiral de complicaciones incluye la obligación para que tome medicamentos, sin embargo, los efectos colaterales parecen ser más dañinos que la patología, hecho que obliga a Elena a enfrentarse a las autoridades médicas y a toda institución que atente contra el vínculo con su hijo. Los realizadores no hacen una épica de esto ni mucho menos, pero incurren en esa mirada extrañada, poco empática con los personajes, como si fueran entomólogos de aquello que registran, lo que genera un tono frío, distante y parsimonioso. Este acercamiento (yo lo llamo la “mirada Michael Myers”; quienes vieron Halloween sabrán entenderme) queda patente en una escena. Madre e hijo van en el auto. La cámara toma la parte delantera con la joven manejando, de repente, todo indica que el chiquito se ha arrojado. Lógicamente, su madre baja, pero la cámara no la sigue. Un lento travelling mantiene la atención en la parte (ahora) trasera del móvil mientras escuchamos los pedidos de auxilio. Es decir, el drama, la humanidad, queda fuera de campo. En su lugar, parece más importante la pose de la cámara, un gesto un tanto egocéntrico, como si la lente torciera el cogote a lo Michael Myers antes de liquidar a sus víctimas. Otro inconveniente es que, lejos de centrarse en un conflicto, se abren varias aristas, y en esta imperiosa necesidad de acumulación, la película se resiente, con varias lagunas y momentos donde el ritmo se pierde inevitablemente. No es una cuestión de velocidad, sino de dilatar arbitrariamente aquello que, de modo concentrado y con un acercamiento menos científico, hubiera arrojado un poco más de vida. El punto de vista en la construcción de “los otros” continúa siendo un lindo debate en torno a nuestro cine. Guillermo Colantonio


Espíritu sagrado, de Chema García Ibarra / 6 puntos


Cada cual pinta su aldea como quiere. García Ibarra se planta frente a su comunidad de Elche desde una distancia suficiente como para introducir una cuota de humor con recursos que no se fundan en el gag necesariamente. Hablamos de ironías, rupturas de expectativas y la suspensión de emociones dentro de una lógica de viñetas cuyo estatismo invitan a compartir el la fría mirada hacia los personajes, parte de un colectivo que incluye supersticiones, creencias en extraterrestres, prejuicios y algunas desgracias importantes. Un hecho de carácter policial en torno a la desaparición de una niña corre en paralelo a una logia dedicada a la ufología. Entre esos dos mundos está José Manuel, dueño de un bar y de un secreto. La exploración de ese universo matizado bajo la particular óptica del joven director puede parecer similar a ciertos gestos del cine de Aki Kaurismaki (en el mejor de los casos) o de algunas poses del indie norteamericano, sobre todo en el modo en que iguala a todas las criaturas desde una posición que no siempre resulta efectiva y cómoda, acusando cierto dejo despectivo por ese mundo que se va oscureciendo a medida que avanza la película. El registro bordea zonas que van desde la comedia absurda hasta la tragedia social, incluso con una impronta documental que se resiste a mover la cámara, porque es la frontalidad misma de cada plano la razón expresiva de un humor asordinado, además de los diálogos desopilantes de señoras espantadas “por la gente del Este que roba órganos” o de niñas que hablan de las “ventajas de ser minusválido”. Sin embargo, da la sensación de que el mecanismo se torna reiterativo y esto atenta contra la propuesta general (a esta altura, una sumatoria de sketches simpáticos). Guillermo Colantonio


Hellbender, de Zelda Adams, Toby Poser y John Adams / 6 puntos


La película de la familia Adams ofrece muy buenas imágenes para tapas de discos y estampas de remera. También algunas canciones potentes. Su estética gótica a base de brujas, hechizos y signos demoníacos conforma un imaginario que cruza al cine con ese estilo musical de caras pintadas y muchos gritos. Es decir, lo primero que se advierte es la búsqueda de la conmoción con efectos (bien logrados, por cierto, sin presupuestos ruidosos). Luego hay una historia, la de una señora y su hija que viven en medio del bosque. La joven no tiene contacto con los humanos porque le han dicho que posee una enfermedad. Su vida se limita a tocar en una banda con su propia madre, quien ostenta poderes ancestrales y maléficos (hay un prólogo bizarro que da cuenta de ello). En una escapada, conocerá a una joven llamada Amber, que ocupa la pileta de natación de una casa con sus amigos. Esto le dará a Izzy un soplo de curiosidad y de deseo, suficientes como para intentar romper los lazos matriarcales y descubrir por sí misma los poderes que posee. De este modo, la “brujita” adolescente crecerá de golpe con ansias de explorar el mundo. La vuelta de tuerca es que se aborda la tan mentada temática de los vínculos familiares y la herencia cultural, pero con la cáscara genérica del terror. ¿Cuántas mujeres sienten que su madre es un monstruo y quisieran “matarlas” (si se me permite el atrevimiento freudiano)? ¿Cuántas madres quisieran conservar a sus hijas en cajitas de cristal o tenerlas como princesas? Bueno, la película se hace cargo de estas cuestiones y las lleva para su propio barro, sin ánimo de que los discursos prevalezcan por sobre las imágenes. Con ecos de The wicker man, Raw y Midsommar, Hellbender es una sucesión de viñetas inquietantes que explora lo aterradora que puede ser la relación madre-hija. El marco siempre será ese contraste entre la belleza del bosque, aún en su estado más salvaje, y una ensalada de fluidos, materiales gelatinosos, vómitos y gusanos proteicos, conformando una extraña armonía. Sin embargo, a la hora de considerar la naturaleza de las mismas, da la sensación de que están guiadas por un montaje cuya regla principal es cierto efectismo gratuito: mucha pichicata sonora y algunos planos que están más en la lógica videoclipera, sin contar un desenlace bastante pobre y obvio. Guillermo Colantonio


Hit the road, de Panah Panahi / 6 puntos


Al comienzo de la película, vemos al principal protagonista, un auto. Panahi se carga la tradición de un cine que consagró los viajes como una forma de enfatizar la mirada en el cine, homologando las ventanillas con las pantallas, y este caso no es la excepción. En varios pasajes, asistimos a la perspectiva de los personajes como si fueran espectadores, y al mismo tiempo, miramos con ellos aspectos de una realidad que pocas veces es interferida por el montaje. Adentro del auto viaja una familia con algunas disfuncionalidades. A medida que el viaje avance, descubriremos algunos de los motivos de su huida hacia la frontera con Turquía. Pero mientras tanto, conoceremos a un padre huraño con el pie enyesado, una madre afectada por el destino de su hijo mayor (que conduce el móvil) y un pequeño con trastornos de ansiedad que no para de hablar y de moverse. Nunca está claro cuál es el drama del clan, pero ciertos gestos, reproches y palabras dejan entrever un conflicto de base. Pero, a diferencia de otros cineastas mayores de Irán, no es exclusivamente la veta realista la que predomina. Ya desde el comienzo la música de Schubert marca una atmósfera destinada a poner las cosas en el imaginario de la fábula y a superponer los niveles intradiegéticos con los extradiegéticos, recurso que se confirmará posteriormente en algunos excesos musicales (da la sensación de que la cuota kitsch en gran parte del cine contemporáneo intenta cubrir baches). La madre, semidormida, pregunta “¿dónde estamos?”, y el pequeño responde “estamos muertos”. Y el tono de la película busca por momentos generar esa sensación. ¿De dónde vienen, a dónde van? Mientras tanto, es el tiempo del viaje, de la road movie, con paradas de acción, de humor, de fatalidad, de suspensión emocional, de abrazos y reclamos. Y la película también es un compendio de escenas que van desde el registro a lo lejos de un paisaje en el anochecer, que invita a descubrir qué ocurre en situaciones dramáticas, hasta pasajes más íntimos que preparan el horizonte de llegada. Atendible ópera prima. Guillermo Colantonio


Kim Min-young of the report card, de Jisun Lim & Lee Jae-Eun / 4 puntos


Llamativamente esta ópera prima fue considerada para la competencia principal del Festival, apenas un modesto y estirado acercamiento observacional a un grupo de amigas con la aparente excusa de indagar en aspectos de la juventud coreana. El amague de un conflicto da a entender que la protagonista toma decisiones que ponen en crisis la amistad con sus dos compañeras. Es más, disuelven un grupo de poesía porque se vienen los exámenes de ingreso. A partir de allí surgen caminos diferentes. Filmada principalmente en interiores con un registro bastante asfixiante de lo cotidiano, no sale de un tono monocorde y una falta de voluntad narrativa alarmante, sobre todo porque gira de modo permanente sin encontrar un centro que justifique un esbozo de historia. De hecho, es muy difícil entrar en ese universo de adolescentes que terminan el secundario y parecen resignar rituales e inocencia para internarse en el ámbito académico, algo que las directoras, incluso, lo señalan con cierto dejo de acusación. Y como suele suceder, cuando los temas y las intenciones son más importantes que la película misma, todo se vuelve vacío, apagado, en ese límite impreciso entre la sensibilidad y la pereza. ¿Hace falta carecer de ritmo, extraviarse en lagunas narrativas, para dar cuenta del pensamiento de chicas que sienten pavor ante lo que se avecina? ¿O será que no hay un horizonte más allá de dar vueltas (no con la cámara precisamente, que se mueve poco y nada) utilizando la reiteración, poniendo música en algunos pasajes puntuales y sumando retazos? Lejos de la empatía, fría y distante, la pequeñez, en este caso, no conduce más que a un intento donde quienes explican el film enumeran con orgullo una serie de temas que no necesariamente se corresponden con lo visto. Guillermo Colantonio


Los diarios de Tsugua, de Miguel Gomes y Maureen Fazenderio / 4 puntos


Se podrá decir que es una especie de jam session cinematográfica, una propuesta lúdica en tiempos de pandemia y tantas cosas más para justificar que lo que vemos “no es una película”, sino el intento de algo que no pudo ser, a esta altura un argumento flojito de papeles. También se podrá pensar en un documental sobre una filmación frustrada durante ese mes de agosto que nos remite a los grandes títulos anteriores de Gomes. La cuestión es que el resultado está más cerca de un Gran Hermano a la portuguesa. Bastante decepcionante es este film cuya cronología a la inversa propone 21 cuadros. Cada uno de ellos no narra absolutamente nada más que a tres personajes en busca de un autor, improvisando, viendo qué hacer en una comunión que alterna algún divertimento, pero que parece un backstage extendido. Salvo ciertos pasajes donde la lógica cromática imprime algo de vida o algún encuadre nos salva del confinamiento (el verdadero, el del público), el resto no pasa de ser un ejercicio de amigos para amigos, un aviso permanente sobre esa historia de amor con tres que debió ser y guiños con escenas paralelas, líneas de diálogos que se reiteran. En el día 22, los dos chicos y la joven bailan en penumbras mientras toman cerveza, luego dos se van y el otro los encuentra besándose. Mientras sucede la escena, los colores varían. No obstante, en el retroceso, inmediatamente sabremos que la posibilidad de una historia cede el lugar a un despojamiento progresivo que se centra exclusivamente en los tiempos muertos del rodaje. Del caos pasamos también a la resignación. Captar esa atmósfera sea acaso uno de los objetivos. Quien quiera hallar reflexiones sobre el tiempo, la percepción y tantísimos tópicos, está en todo su derecho. Si me quieren hablar de estas cuestiones, me quedo toda la vida con Hechizo del tiempo. Guillermo Colantonio


Petite maman, de Céline Sciamma / 8 puntos


Hay películas cuya duración se corresponde con el tiempo de una experiencia. Puede ser la de un sueño, una pesadilla, unos veinte azotes, un encuentro amoroso frustrado o exitoso, o incluso el de una visita a un museo. Sciamma regala un pequeño diamante que dura lo que una caricia o un abrazo sin (sobre) excitación. Su declaración de intenciones está al comienzo, con imágenes que escriben y un plano secuencia que enlaza a tres mujeres y a tres generaciones a través de habitaciones que se transitan, pero que recorta fundamentalmente a la pequeña protagonista, uno de los triunfos fotogénicos en esta breve historia. Apenas unos trazos bastan para instalar la atmósfera de tristeza ante la pérdida de una abuela y el traslado de un matrimonio a una casa en medio del bosque. Pero en los detalles se juega la estética de Sciamma para dar cuenta de cómo las fugaces muestras de amor pueden lidiar con el dolor. Con solo ver cómo Nelly come sus snacks o rodea con los brazos a su madre mientras maneja, obtenemos un cuadro afectivo (no efectista ni reparador) y también realista, porque no transcurrirá demasiado tiempo para que Marion (la madre) necesite estar sola para hacer el duelo. Entonces, la pequeña Nelly y su padre se encargarán de la casa. Una exploración de la chiquita al bosque provocará el encuentro con otra niña (el otro hallazgo fotogénico) y no hace falta adelantar nada más sobre la trama. A partir de allí, entramos en el terreno de las sustituciones, de las duplicidades, de superficies especulares, del deseo cuya materialización (real o imaginaria) es otra manera de negociar con el sentimiento de pérdida. Y si lo fantástico surge como posibilidad, inserto en lo cotidiano, no hay irrupciones violentas ni invitaciones para elucubraciones netamente intelectuales, más bien un pedido de entrega para armar y desarmar cierta idea de maternidad desde un lugar de emociones contenidas, donde todos los tiempos son el tiempo, el presente absoluto, donde cada experiencia se vive como si fuera la última en el teatro de la vida y de los vínculos familiares. Pero también es una película sobre la infancia, etapa que Sciamma evoca con la felicidad de quien revive los misterios de aquellos seres que nos visitan durante las noches, los momentos de soledad donde asoman los juegos y los ritos mientras los adultos cargan con sus cosas, y esa posibilidad de habilitar mundos que muchos creen producto de la fantasía pero que siempre dicen algo. Porque detrás de esos espejos, hay voces, anhelos, demandas y mucha sabiduría. Guillermo Colantonio


Quién lo impide, de Jonás Trueba / 8 puntos


Tres partes, en tres horas cuarenta y dos intervalos de cinco minutos. Al comienzo, se abre una sala de chat donde Trueba habla con sus jóvenes protagonistas. Han pasado cuatro años desde que comenzaron a filmar y es hora de ver el resultado. Cuando les dice lo que dura, miran extrañados, se ríen y preguntan qué será del público. “Hay que confiar, hay que confiar”, los anima el realizador. Tal vez, en alguna oportunidad, alguno se anime a escribir sobre la cuestión del tiempo en el cine contemporáneo y su vínculo con los límites del corte en la era digital, pero mientras tanto, mientras esperamos las especulaciones académicas, podemos entregarnos y disfrutar de propuestas como Quién lo impide sin ponernos colorados. Es decir, podemos confiar. Lo primero para decir es que se trata de un ensayo sobre la juventud, pero guiado por los mismos jóvenes que intervienen. Acá no hay maestros Siruela, viejos vinagres ni moralistas de cuarta. Tampoco, oportunistas del reviente que, disfrazados de aires de importancia, por atrás acusan a los más chicos de los flagelos del mundo. No. Todo lo contrario. La cosa fluye con muy buena vibra. Su punto de partida es un experimento que conocemos desde Truffaut, acompañar el crecimiento de adolescentes que serán adultos a la brevedad. Trueba los escucha, juega a filmar con ellos, les inventa pequeñas historias y se sumerge en su mundo sin juzgar, como si intentara captar el pulso de la vida con la cámara. Pero lejos de reducir la cuestión a un registro netamente realista, propone un montaje para crear un mosaico de goces, alegrías, tristezas y diversas paradas, porque nunca perdemos de vista que esto es un viaje y con música incluida (uno de los aspectos que mejor maneja el director). Lo segundo es que, más allá del marco espacio/temporal, todo aquello que escuchamos y vivimos con la película, nos interpela en un doble sentido. Por un lado, en la percepción desvirtuada que solemos tener sobre la juventud; por otro, que más allá del paso de los años, son los mismos conflictos que tuvimos pero que nuestros rollos no nos permiten atender. Y de esta sordera y de esta brecha también se habla, con pasajes muy jugosos donde las opiniones dan testimonio sobre el sistema educativo, las relaciones con padres y madres e incluso sobre la idea misma de política en España. Y hablar sin filtros también da lugar a hermosos disparates, situaciones de humor, que evidencian la falta de cálculo a favor de una poderosa intuición. La relación amistosa entre Trueba y los chicos es el lazo que permite el optimismo que destila el proyecto. No se trata de un optimismo vendido a base de ilusiones falsas, sino de soplos de cotidianeidad encapsulados en sus detalles, en los rituales, en caricias, en dudas y todo tipo de emociones. Ponerse en el lugar del otro es el primer eslabón para generar confianza. Con diversos recursos como voces en off, dramatizaciones, carteles que advierten la naturaleza del artificio, y sobre todo con una mirada que nunca abandona ese costado romántico tan caro al director, nos preguntamos con ellos finalmente “quién lo impide”, quién impide salir a las calles, vivir intensamente, no quedarse en la queja permanente y bancarse este defecto que, a veces, es el mundo que hacemos. Guillermo Colantonio


Re Granchio, de Matteo Zoppis y Alessio Rigo de Righi / 7 puntos


Esta fábula en forma de díptico es un dato alentador, una especie de ovni en una serie de repeticiones contemporáneas. Una libertad infrecuente es la que evidencia esta película que se atreve a meter una ficción autónoma con sustrato oral, de esas que tanto gustan desde tiempos inmemoriales. Hay un personaje llamado Luciano en una pequeña comunidad italiana, un descarriado a fines del Siglo XIX que se atreve a enfrentar al príncipe del lugar, pero que en un gesto de rebeldía no se da cuenta de que ha incendiado un castillo con alguien adentro. Para evitar la cárcel se va “al culo del mundo”, a Tierra del Fuego, y allí comenzará el otro relato, donde el protagonista intentará hallar un tesoro. Lo interesante es la manera en que los directores (documentalistas) incorporan como parte estructural un sustrato oral y popular, y lo hacen poniendo como marco a los lugareños y las canciones que recorren el lugar. Uno de ellos dice que los hechos pueden ser narrados con cincuenta palabras, hasta que llegan otros y le agregan cien o ciento cincuenta, y entonces la verdad se diluye. Lo que vemos responde a ello. La base puede ser una anécdota real, pero lo que cuenta es el agregado, una amalgama de aventuras, luchas de clase, historias de amor, de poder, de ambición y de muerte, incluido un cangrejo que puede conducir a la fortuna. Desde el principio se advierte una sabia conjugación entre una mirada exploratoria del espacio del pueblo italiano y una progresiva inserción de los elementos ficticios. Además, la impronta del western no tarda en asomar aunque en clave despojada y asumiendo la posibilidad de recrear duelos desde un lugar donde la magia y la leyenda tienen cabida. Si el proyecto es fascinante, lo es también por la puesta en escena y por cómo aprovecha los escenarios naturales integrándolos a los personajes, no para reiterar poses o asegurar belleza donde existe originalmente, sino para buscar (acaso) imágenes descontaminadas, un gesto similar a ese aventurero que siempre ha hecho honor a la conquista de lo inútil, Werner Herzog. Guillermo Colantonio


The girl and the spider, de Ramon Zürcher y Silvan Zürcher / 5 puntos


Al principio es el dibujo de un espacio con sus compartimentos. La película anuncia de entrada su principio arquitectónico regulador: todo sucederá en interiores, con planos fijos, una cámara que jamás se desplaza y movimientos dentro del cuadro, perfectamente cronometrados, sumando y restando gente, insertando detalles, ruidos, objetos y sonidos, incluido como leimotiv el clásico ochentoso Voyage, Voyage. Tan calculada es la propuesta que no hay respiro frente a una forma que parece concebida en una planilla de Excel. La anécdota surge a partir de una mudanza. Una chica se queda y otra se va, pero es solo la excusa para iniciar una sinfonía de movimientos acompasados, con una galería de personajes cuyos semblantes y poses dan cuenta de un estatismo, por momentos, difícil de seguir. Tan frías son las expresiones que en algunos pasajes uno espera que se rasquen el rostro y aparezcan los marcianos de V-Invasión Extraterrestre. Pero no, son personas. O mejor dicho, un colectivo cuya sensibilidad carece de matices, por cómo se desplazan y por lo que dicen. Y si es difícil distinguir humanidad en todo esto es porque la pose se come absolutamente todo, pensada siempre desde el cálculo arrogante. No falta inventiva ni sapiencia en la planificación visual y seguramente muchos quedarán deslumbrados por la perfección inyectada a cada cuadro, sin embargo, a medida que transcurren los minutos asoma ese monstruo tan temido de nuestra era, la repetición, y entonces, uno tiende a pensar “qué buen corto hubiera sido esto”. Como toda mecánica, hay un tiempo estipulado. Uno atiende el juego, lo sigue un rato y después es puro automatismo. Película concebida como si fuera una canción. Pero de esas que no necesariamente se recuerdan. Guillermo Colantonio


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