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MAR DEL PLATA 2020: Todas las críticas de la Competencia Internacional

Mientras se espera por los ganadores del Premio Astor, hacemos un repaso por todas las películas que se vieron en la principal competencia del festival.


Adiós a la memoria, de Nicolás Prividera / 9 puntos


Existen algo así como las intervenciones de Nicolás Prividera. Es un género discursivo que incluye su participación en diversos sitios, sus opiniones y discusiones sobre cine argentino/política/representación y, por supuesto, sus películas. Es difícil discernir cada esfera en tanto y en cuanto forman parte de un pensamiento que avanza, interpela, propone y polemiza. Adiós a la memoria es una gran película que abarca varias aristas y completa una especie de trilogía ensayística con M (2007) y Tierra de los padres (2011), aunque cada una de ellas tiene su propia fuerza. La diferencia, tal vez, es que en esta oportunidad hay una suma de capas y se resuelve a través del excelente montaje algo muy difícil: un justo equilibrio entre las partes. El punto de partida es la memoria (“ese arte del olvido” decía el autor de un estudio sobre la autobiografía), planteada en dos escenarios principalmente. Por un lado, el olvido del padre, quien padece Alzheimer; por el otro, el olvido colectivo de un país que aún no resuelve su complicidad con la existencia de dictaduras y embates neoliberales feroces. A lo largo de la película, el vaivén entre lo privado y lo público es el resorte sobre el que se apoya una voz en off que aguijonea, pregunta y postula un diálogo con los espectadores. El fantasma de Gramsci (más insomne que nunca) atraviesa gran parte de los argumentos a los cuales se suman Benjamin, Deleuze, Freud, entre otros. Sin embargo, más allá del mosaico de citas que se pone en escena, también la cuestión afectiva es muy fuerte si se considera que es el hijo quien ahora filma al padre. No obstante, a diferencia de una cantidad considerable de relatos en primera persona que son recurrentes en el regodeo sentimental o repiten fórmulas de ciertos horizontes de referencias, Prividera opta por un acercamiento interrogativo hacia el cuerpo del padre y a su propia historia. Nada es conclusivo, todo se transforma, como la película misma que vemos, armada con diversos registros, archivos y texturas. Guillermo Colantonio
(NdR: esta reseña es una síntesis de la publicada acá)


El año del descubrimiento, de Luis López Carrasco / 7 puntos


El empleo del tiempo no es una cuestión menor en el contexto de un festival. La película de López Carrasco dura 200 minutos y lo que a priori podría parecer un exceso, se justifica siempre y cuando uno no abandone el barco, porque en ese devenir de palabras a pantalla dividida se entra en un huracán testimonial de indignaciones compartidas mientras se llenan vasos de cerveza, se encienden cantidad de cigarrillos, se cuentan sueños y frustraciones, y fundamentalmente se discute. Dos cuestiones importantes. La primera es que son trabajadores, ciudadanos comunes, quienes hablan; la segunda, que la crisis de la que se da cuenta está fechada, pero el embate es atemporal. En 1992 se celebra en España un nuevo año del “descubrimiento”, se hace la Expo Sevilla y se llevan a cabo los Juegos Olímpicos. Al mismo tiempo, como si fuera una película filmada en el patio trasero de los grandes estudios, el proceso de reconversión industrial impulsado por el gobierno provocaba una crisis social tremenda en ciudades como Cartagena. Y entonces el bar surge como espacio real de debate, de intercambios calientes, donde cada gesto, rostro y sentencia evidencian la delicada situación laboral. En este sentido, el malestar también es corporal. Desde el punto de vista formal, es posible que el procedimiento empleado afecte luego de un tiempo la mirada o la paciencia, sobre todo por la extendida duración. Sin embargo, en la repetición se encuentran leves diferencias. Una de ellas es el juego en ocasiones de plano/contraplano utilizando los dos segmentos de la pantalla dividida. Además, en otras oportunidades es factible hallar en cada cuadro que un diálogo es acompañado al lado por imágenes que refieren el acontecimiento político en toda su dimensión, incluyendo las protestas en la calle y la represión policial. El año del descubrimiento es un documental político contemporáneo cuyo linaje ya no obedece a la tradición del cuidado estético de las imágenes ni se corresponde necesariamente en su gestación con la simultaneidad del acontecimiento en sí. No obstante, su sentido repercute de modo crucial, sobre todo para contrarrestar todos los consejos morales provenientes del primer mundo. Cada país carga con sus propias miserias. Guillermo Colantonio


Isabella, de Matías Piñeiro / 7 puntos


Piñeiro sigue adaptando desde el más libre albedrío la obra de William Shakespeare, aunque tal vez nunca como en esta Isabella se haga tan explícito el trabajo de montaje y desdoblamiento que hace el director. Una actriz se presenta al casting para una puesta en escena de Medida por medida y la película se quiebra temporalmente en una lógica narrativa que escapa a la linealidad y la cronología. Incluso, unos rectángulos de colores, que son un leit motiv de la película y de una obra que está montando la protagonista, funcionan como representación de ese armado del relato, que se ensambla en la cabeza del espectador. Piñeiro sigue siendo uno de los directores que mejor filma diálogos en el cine argentino, aunque aquí se vuelve un poco más introspectivo y pierde algo de la ligereza y el humor sutil que potenciaba parte de su filmografía. Para el cine nacional, su cine es una rareza: alejado de las poses y las exasperaciones de mucho cine festivalero, Piñeiro avanza sin la urgencia de los discursos urgentes. Puede que como aquí los dilemas de “la gente del arte” puedan resultar un poco superficiales, pero cuando esos dilemas se vuelven carne y dudas como en el rostro de María Villar, la película crece y se vuelve angustiante en el buen sentido. Isabella es una película sobre las decisiones y los caminos sinuosos que a veces necesitamos recorrer para llegar a un ideal personal. Mex Faliero


Las mil y una, de Clarisa Navas / 7 puntos


¿Cómo pensar la sexualidad y el deseo en un complejo habitacional en un barrio popular de Corrientes? Las mil y una (tal el nombre de los monoblocks) es un espacio laberíntico por el que transitan jóvenes por sus pasillos, por sus recovecos. Entre ellos Iris, una chica amante del básquet, que vive con sus dos hermanos y su madre. Hay un padre, pero solo se escucha. No se lo ve. El interior de la casa bien podría ser extraído de algún texto de Manuel Puig. Los tres hermanos son unidos, se protegen frecuentemente en abrazos de contención, una barrera que arman para cuidarse y para compartir sus aventuras y sus búsquedas sexuales. Alejandro y Darío, de personalidades diferentes, transitan sus experiencias homoeróticas en el barrio. Iris está en eso, en la etapa de descubrirlas, sobre todo cuando aparece Renata, una chica que se mueve como pez en el agua y con la que iniciará un vínculo. Casi con un registro netamente documental y con varios planos secuencia, Navas da forma a una estructura coral donde lo importante no es un conflicto central sino las historias que atraviesan a los personajes, los rituales, los encuentros y el sabor del sexo clandestino que, cuando no es festivo, se ve envuelto en la violencia inevitable (ya sea por parte de la policía como de los vecinos). La cámara sigue a Iris y Renata en sus caminatas, escucha sus conversaciones y se detiene fundamentalmente en los gestos. Hay que decir que la actuación de Sofía Cabrera (jugadora en la vida real) es extraordinaria, un verdadero hallazgo. La manera en que sus manos hablan, la forma en que su rostro dice, le otorga a cada intervención un rasgo diferencial, una fotogenia absoluta. Mientras esto sucede, la calle alberga ruidos, colores, la inquietud de la noche, la incertidumbre de las miradas y la desprotección. Frente a ello la mejor alternativa para una cineasta comprometida es ofrecer refugio con imágenes justas y necesarias para abrir nuevas puertas en la representación de la pobreza y de la sexualidad. Guillermo Colantonio


Moving on, de Yoon Dan-bi / 8 puntos


Un padre y sus dos hijos, una adolescente y un niño, se mudan a la casa del abuelo, un hombre anciano que parece ir desmejorando progresivamente. Al grupo familiar se suma la hermana del padre, que también arrastra -como todos- sus problemas sentimentales. La película de la surcoreana Dan-bi sigue cierta caligrafía de mucho cine asiático festivalero, retratos de familias rotas que buscan cómo recomponerse. Sin embargo, más allá de algunos recursos repetidos, la directora logra que ese registro sea auténtico, fresco, especialmente a partir de la presencia de los dos chicos, quienes aportan una mirada coherente a su edad sobre esos conflictos que se suscitan a su alrededor: un padre con problemas económicos, una tía que padece un matrimonio frustrado, un abuelo que va muriendo en silencio, y una casa que los contiene no solo físicamente, sino desde la emoción de las historias personales que se ocultan en cada rincón. Mientras la adolescente sufre desde las inseguridades propias de su edad, el niño absorberá todo eso desde un lugar menos estructurado y más dispuesto a lo lúdico. Si el drama es intenso, Dan-bi sabe que la vida está formada por capas de amargura y alegría. La habilidad de la directora es lograr que esos momentos de ligereza que la película tiene no parezcan parte de un plan mecánico para hacernos reír y llorar sistemáticamente. Moving on no es nada que no hayamos visto antes, pero registra todo con amabilidad y sensibilidad, y ese es un logro para nada despreciable en un cine que apunta cada vez más al miserabilismo. Mex Faliero


Red Post on Escher Street, de Sion Sono / 8 puntos


“Al principio fue el caos”, suele leerse en varias cosmogonías. En Red Post on Escher Street, la última fantasía explosiva de Sion Sono, el plano inicial es un espacio urbano vacío. Un asistente de dirección dice “acción” y entonces comienza a transitar gente. Empieza la película en la ficción y la película propiamente dicha. El principio es el reverso de la cosmogonía: del equilibrio deviene el caos. La pantalla es atravesada por un estallido de colores, sonidos y gritos purificadores. La locura Siono se activa. Es la libertad del artificio, esa libertad que vuelve impredecible cada plano sucesivo, lejos del cálculo y la solemnidad, anárquica en su mejor expresión. La excusa argumental es el casting para una película que se llama Máscara. El director es un joven adorado de apellido Kobayashi. A partir de ese centro, se disparan aristas vinculadas con diversas historias detrás de las mujeres que se postulan. Y como el mundo de Sono es diverso y desprejuiciado, aparecen desde unas chicas súper poderosas hasta una joven viuda subyugada por su madre y el novio, pasando por un grupo de fans y continuando, entre otras, por una chica que ha liquidado a su padre abusador. El otro elemento que aglutina los relatos es un objeto, el buzón rojo con la inscripción que reza el título, tan esporádicamente presente como el fantasma de la novia del director. Entre las perlitas que la película regala, hay un homenaje a los extras, mostrados aquí como una corporación cercana a los hermanos Marx y con una metáfora de la cebolla en la hamburguesa que es de lo mejor que se escuche este año pandémico para despertar una risa. A medida que la historia avanza como si fuera un rizoma, los personajes se suman y confluyen en una escena final magistral donde queda claro quiénes merecen la pena ser mostrados. El ritmo de Red Post on Escher Street es el del Bolero de Ravel, ni más menos. Si hay un mérito visible es la capacidad de Sono para transmitir diversión y adrenalina, siempre manejando los climas, donde puede pasarse de la calma a la euforia en un segundo, sin temor a la exageración. Algún desprevenido tal vez se incomode con tanto grito japonés, al menos que logre decodificar la energía cinética de la película, un huracán rítmico, perfectamente acompañado por un montaje musical extraordinario. Con Sono, esa energía se expande, se ramifica y nunca se sabe dónde y cuándo termina. Mientras tanto, es como la corriente de un río en crecida. Los personajes gritan, sí, pero es pura catarsis, la misma que se contagia a los espectadores que, en el contexto de un festival donde prevalece el cálculo y todo parece rigurosamente controlado, están invitados a purificarse, como en las tragedias griegas. Se trata de un feliz desquicio. Guillermo Colantonio


Seize printemps, de Suzanne Lindon / 7 puntos


De comienzo puede haber algo bastante narcisista en la película de Lindon (hija en la vida real de los reconocidos Vincent Lindon y Sandrine Kiberlain): escrita, dirigida y protagonizada por ella con tan solo 20 años, su personaje -una chica de 16- se llama también Suzanne y aparece en casi todos los planos. Sin embargo, con el avance de los minutos Seize printemps no solo va abriendo su relato hacia otros personajes (algunos hermosos, como sus padres) sino que justifica cada una de las decisiones que toma Lindon en su ópera prima. En el plano que abre la película, un coro de adolescentes conversa sobre sus temas mientras Suzanne se aburre notoriamente. Precisa forma de presentar a un personaje que será eso durante todo el relato, una chica en un mundo que le resulta trivial y del que buscará escapar relacionándose con un adulto, para ingresar a otro mundo que no entiende del todo. Pero, claro, ese adulto que elige, un actor un poco frustrado con su carrera, también es alguien que habita un mundo que le resulta incómodo y encuentra en esa relación una forma de evasión. Lindon comete una doble osadía: plantear la relación entre un hombre adulto con una adolescente en una película de hoy de la manera entre naif y romántica en que lo hace, es una provocación. Y lo es también el hecho de escapar a todos los dilemas psicologistas con que esta película podría haber terminado en mocos, llantos y gritos. Seguramente que Seize printemps expone un universo de clase media acomodada francesa, de gente sin problemas evidentes que se toma todo de la manera más liviana y que eso puede parecer banal a los ojos del espectador contemporáneo. Pero ahí donde algunos pueden acusarla de superficial o conservadora, estimo que hay un gesto que aleja a la película de la exasperación de mucho cine actual. Con la levedad apuntada y con el uso del baile como inteligente metáfora sexual, Seize printemps es un debut sorprendente, incluso en el tono medio y sobrio con que elige no sobresalir. Como la propia Suzanne. Mex Faliero


Sophie Jones, de Jessie Bar / 8 puntos


Una risa a medio hacer. Un vuelo entrecortado. Sophie es el despertar de la juventud en medio de un caos interior que no termina de salir, pero que la atraviesa. Cómo vivir el duelo de su madre es la pregunta que se va haciendo mientras no deja de caminar e intentar. Aunque por momentos pareciera que faltan las palabras, cuando están tampoco son suficientes para abarcar el dolor. Ese malestar está, invade, pero no hace del personaje a una persona triste. Sophie transcurre el dolor, le da lugar a su forma. Ella deja que la herida la impulse y la detenga con su capricho. Muestra que se puede llorar con el cuerpo, sin derramar lágrimas ni generar un ambiente desolador. Sophie Jones explora la muerte pero sin apelar al golpe bajo. La vitalidad de la joven, la frescura con la que habla, dan al film vida a través de la búsqueda de sensaciones para llevar adelante ese momento. Las letras de las canciones, que aparecen en la película, complementan los silencios, repone las palabras que no están dadas por los diálogos. Melody San Luis


Nosotros nunca moriremos, de Eduardo Crespo / 8 puntos


Una madre viaja con su hijo adolescente a un pueblo, donde acaba de morir su otro hijo. Hay trámites que realizar, definir algunos asuntos con la policía local, reconocer el cuerpo, ordenar la casa donde vivía, enterrarlo. Nosotros nunca moriremos parece una road movie, porque hay un viaje y hay rutas y paseos en auto, pero en verdad todo transcurre en la quietud del pueblo. Aunque sí: Crespo apuesta por el movimiento y la travesía interna, la de esa madre que irá descubriendo cosas de su hijo, que además de trabajar en un campo de golf era bombero voluntario. Y también la de ese chico, hijo y hermano, que comenzará a atravesar esa etapa misteriosa de dejar atrás la infancia para conocer el mundo de los adultos. La relación entre ambos es de dependencia, aunque es una dependencia que irá cambiando de mando: es primero la madre la que avanza estoicamente, hasta desmoronarse, y luego será el hijo el que tenga que hacerse cargo de otras situaciones. “Usted se quiere ir a una ciudad más grande”, le dice la madre a lo que el chico responde: “Nunca la dejaría sola”. Nosotros nunca moriremos es una película de un pudor notable, y de una amabilidad infrecuente entre los personajes y hacia el espectador. Un cine nacional que se nutre de ciertos recursos del cine independiente, pero que nunca incurre en la pose snob de tantas producciones festivaleras. Hay humanidad, emociones sencillas, gente buena expuesta con sensibilidad y una gran actuación de Romina Escobar. Mex Faliero


Shiva Baby, de Emma Seligman / 6 puntos


El perfil de la joven protagonista de esta comedia negra es visible en muchas películas contemporáneas, a saber, sale con hombres más grandes, mantiene vínculos problemáticos con su familia, el entorno se le hace insoportable y está en busca de su sexualidad. La nota diferencial es que el derrotero (a priori dramático) se perfila para el terreno del humor, en una historia con matices opresivos, filmada para generar asfixia y en un mismo espacio dramático, un funeral judío. El punto de vista, excesivamente enfatizado por una cámara omnipresente, construye un mundo, el de los adultos, de apariencias y obligaciones, y con todos los condimentos necesarios para que quede claro aquello que apesta a los adolescentes: intromisiones familiares, reglas de cortesía y fervor religioso. Mientras ella quiere desarrollar una carrera universitaria bajo la impronta feminista, los consejos sobre lo que debería ser llueven por los cuatro costados. Mientras tanto, Danielle reacciona como puede, porque además del estorbo de gente que apenas conoce, están las dos versiones de su amor: su sugar daddy y una amiga del barrio. Frente a la imposibilidad de reaccionar con la racionalidad que los otros demandan, ella navega por el lugar, amontona comida en un plato para luego devolverla a la mesa, mira para todos lados con expectación y transmite un ahogo que compartiremos. La supuesta felicidad de los demás, con sus poses, frases y rituales, es percibida por una visión que deforma y que pareciera buscar la implosión interna. Uno adivina que el estallido se puede producir en cualquier momento. Ahora bien, si esa tensión y algunas escenas de humor funcionan bien, hay que decir también que es una película que no pasa del plano medio y cuya duración acaso dé la impresión de un sketch estirado, trabajado para un horizonte de dos palabras que resumen la desorientación generacional. Guillermo Colantonio

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