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24 líneas por segundo: agenda mata cine

Por Mex Faliero

(@mexfaliero)

Mientras el otro día miraba Proyecto Power pensaba en tres de las películas que más me gustaron en lo que va del año: The king of Staten Island de Judd Apatow, Greyhound de Aaron Schneider y Palm Springs de Max Barbakow. La primera es la historia de un flaco que no encuentra el rumbo en su vida, la segunda es la historia del capitán de un barco que en plena Segunda Guerra Mundial tiene que cumplir con la noble tarea de conducir a los suyos y hacerlos llegar a destino con vida, y la tercera es una historia de amor fantástica con una pareja atrapada en un loop temporal. Es decir, son películas que cuentan conflictos universales, clásicos, lejos de cualquier agenda. En el caso de la de Apatow, incluso, una película fuera de este tiempo: ¿a quién en Hollywood pareciera importarle los dilemas de un flaco blanco y heterosexual? Y mientras estas películas se me venían a la mente, pensaba en esas otras que sí cumplen con los requerimientos de la agenda, y aclaro: hablo de cine mainstream, que es al que accede el público mayoritario (por fuera hay un cine muy valioso que sabe cómo hablar de los temas de hoy). De hecho me viene bien Proyecto Power y me viene bien La vieja guardia (y si queremos, Crímenes de familia también), dos películas con las que Netflix parecer querer construir el subgénero “cine de acción culposo”. Son películas de acción, entretenimientos, pero con la pertinencia de ofrecerle al espectador un plus, que puede ser la temática del racismo en una o la perspectiva de género en la otra. Da la casualidad que ambas películas son malísimas, y que la culpa no es de sus temas si no de la incapacidad de sus realizadores para imbricar lo temático con lo narrativo. Pero ahí está el problema. La agenda, algo que se instala cada vez más fuerte en el cine actual, y que los espectadores parecieran exigir a la hora de ver una película está matando al cine (en la aplicación Letterboxd pude leer varias críticas celebrando esa flojera de Crímenes de familia solo porque “feminismo” y porque “pañuelo verde”), o si no al cine sí al menos al acto de narrar (y claro que hay ejemplos válidos en lo contrario, la Mujercitas de Greta Gerwig por ejemplo). Ya pareciera que no importa cómo se cuenta, si no lo que se dice; si subrayado, mucho mejor. Vale más la correcta ubicación de un símbolo dentro de un plano, que la forma en que la imagen se trabaja desde un lugar ético. El cine de los 70’s también fue bastante coyuntural, pero encontró herramientas vinculadas con el cine para decir lo que tenía que decir; aunque sí, el que mejor sobrevivió fue el que no era coyuntural, precisamente. Si el exagerado protagonismo del ciudadano común a través de las redes sociales está matando diversos espacios (el periodismo es seguramente el más visible en su decadencia), los cineastas sin personalidad, los productores miedosos de sentir la guillotina de la corrección política, están forzando las cosas a un nivel exageradísimo para que todo encaje en el imaginario social. Si alguna vez buscamos en el arte la respuesta a nuestras dudas, ahora son los artistas los que buscan en los espectadores los temas para que no haya dudas. Porque no son solo los temas, también las conclusiones; a ver si cometen el error de correrse dos centímetros de lo que hay que decir, de lo que se quiere escuchar, y hacen enojar a alguien. Si el cine como mera mercancía siempre encontró el rechazo de los intelectuales y progresistas del arte, la industria le encontró la vuelta y perfeccionó el sistema: las películas ahora les dicen lo que quieren escuchar y de la forma en que les gusta que se diga a los sensibles de la corrección política, y mientras tanto hacen caja con la ideología.

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