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Milagros inesperados (1999)



MILAGROS COMO MONSTRUOS EN LA MEMORIA

Por Marcos Ojea

(@OjeaMarcos)

Algunas películas parecen gustarle a todo el mundo, incrustadas en el inconsciente colectivo y alejadas de cualquier ánimo de revisión. No hablo de obras maestras consolidadas ni de clásicos de la infancia a los que a veces no tiene sentido volver, si no de aquellas películas que el público adora y celebra sin más argumento que las lágrimas derramadas al verlas. Titanic, Filadelfia, Gladiador, Forrest Gump, La vida es bella… Películas con resultados artísticos dispares, pero que sin embargo perduran en la memoria de la mayoría como parte de ese Olimpo dudoso de películas que uno No Puede No Haber Visto, y que nadie en su sano juicio se atrevería a discutir. Más allá de la ironía, pueden arriesgarse algunos factores culturales para explicar este fenómeno: el regodeo morboso de una gran parte de la audiencia argentina, hambrienta de golpes bajos y resoluciones fulminantes, y la vida útil y gloriosa que estas películas tuvieron en los canales de televisión abierta durante fines de los 90 y principios de la década del 2000. La tesis puede parecer endeble y quizás lo sea, pero para este hijo de la televisión y del videoclub nacido en 1991 y enganchado desde temprano a mirar películas como motor principal del ocio y de la vida, la experiencia es cercana y comprometida. No es este el lugar para detallar aquellos años de educación sentimental; basta con decir que fue por aquel entonces cuando vi Milagros inesperados en la tele, y la impresión fue tal que, veinte años después, varias de las imágenes de aquel film acuden a mi memoria sin dificultad.

Por supuesto, este texto no es un ejercicio de nostalgia, si no la puesta en crisis de un recuerdo; la revelación, enmarcada en un cuadro de aislamiento y reclusión, de que nunca había vuelto a ver aquella película que tanto me había gustado. Teniendo en cuenta cierta compulsión personal por ver una y otra vez determinados títulos, y más aún, considerando el fanatismo que desarrollé durante estos años por la obra de Stephen King, la ausencia de una segunda vuelta con Milagros inesperados se me hizo llamativa, y con más temor que entusiasmo, volví a verla.

En principio, podríamos decir que el primer párrafo no es gratuito porque, sí, Milagros inesperados pertenece a esa categoría de películas amadas sin mayores cuestionamientos, evocadas con el corazón estrujado y el pañuelo en la mano. Haciendo un poco de historia, es posible pensarla como la segunda instancia de una suerte de trilogía colaborativa entre Stephen King y el director Frank Darabont. Antes estuvo Sueños de libertad, de 1994, basada en el relato Rita Hayworth y la redención de Shawshank, y en 2007 apareció La niebla, basada en el relato homónimo. Tanto Sueños de libertad como Milagros inesperados son aproximaciones a la vida carcelaria en la América profunda, y tienen la particularidad de inspirarse en textos que se alejan de la superficie genérica que suele habitar King, aunque sin renunciar a sus temas (en el caso de Milagros inesperados, la base es la novela por capítulos La milla verde, que de hecho es el título original de la película, más sutil y mejor que la idea de adelantar lo inesperados que resultan los “milagros” de la trama. Incluso el título con el que originalmente se editó el libro en español, El pasillo de la muerte, funciona mejor… Pero no nos pongamos a hablar de títulos locales).

Al contrario de su predecesora, Milagros inesperados introduce un elemento fantástico para, a fin de cuentas, hablarnos de Dios, de la culpa y de lo horrible que es el mundo. Es a través de la habilidad de John Coffey, el personaje que consagró al fallecido actor Michael Clarke Duncan, para curar enfermedades e incluso revertir la muerte, que la película intenta establecer una postura sobre la fe y la moral, incluso sobre el profesionalismo (y la manera en que todo esto confluye, teniendo en cuenta que la cuestión de fondo es la pena de muerte), pero opta por un camino fácil de oscuridad sin redención, sin matices ni ambigüedades. Con este antecedente, no resulta extraña la decisión al final de La niebla, en lo que parece ser una marca autoral de miserabilismo y golpes bajos que, por supuesto, no está exenta de manipulación: todos los personajes de Milagros inesperados están diseñados como ejemplos de bondad o de maldad llevadas al paroxismo, como para que quede claro de qué lado tiene que ubicarse el espectador.

En un apunte personal, la presencia de Tom Hanks condiciona también la experiencia, porque más allá de su talento, su rostro se relaciona inmediatamente con ese panteón de héroes indiscutibles (Forrest Gump, Náufrago, Rescatando al soldado Ryan), otorgándole a sus personajes una nobleza que termina por distorsionar la imagen completa de las películas, afectando también el recuerdo con un inevitable cariño. Lo mismo pasa con el Paul Edgecombe que interpreta acá, al que mi memoria daba forma de una manera pero que, revisada Milagros inesperados, se convierte en un personaje cercano a la cobardía, un guardiacárcel laborioso e intachable que termina por doblegarse ante la posibilidad del castigo divino. Y si bien es cierto que hay una expiación al final, un lavado de culpas en la última conversación que mantienen Coffey y Edgecombe, la realidad de los hechos se impone y la balanza no se inclina para el lado del segundo. En otras palabras, podría haber hecho más, pero decidió no hacerlo.

Para ser justos, hay que decir que Milagros inesperados no es una película terrible. Tiene algunos elementos atendibles, actuaciones sólidas (salvo por el entonces insoportable Sam Rockwell, a quien los años le han hecho un bien) y la presencia de un ratón cercano a la caricatura que es la mar de simpático. A mí me queda decir que, sin dudas, Milagros inesperados vivía mejor en el recuerdo, pero a veces es necesario desandar ciertas convicciones y atreverse a derribar ídolos, tratando de entender de quién fue la culpa. En principio, de la inexperiencia de uno. Después, por supuesto, de Frank Darabont. Diría también que de Stephen King, pero no. Esa subjetividad me la sigo permitiendo.

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