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La hora del vampiro (1979)



LAS RAÍCES DEL MIEDO

Por Guillermo Colantonio

(@guillermocolant)

El título original es Salem’s Lot y está basada en una novela de Stephen King. Esto último no importa demasiado. King nunca fue bueno con las figuras clásicas. Pero sí importa que en 1979 Tobe Hooper haya dirigido para televisión la adaptación de más de tres horas, protagonizada por David Soul, James Mason y Lance Kerwin, entre otros. Porque Hooper es un verdadero poeta, capaz de partir de los códigos conocidos en las películas de vampiros y dotar a ciertas escenas de un aura imposible de olvidar. Si el cine es un arte de sedimentación como ninguno, arraigado a la estructura del inconsciente y familiarizado con los sueños, Salem’s Lot tiene momentos que marcaron a toda una generación.

Hace muchos años, más precisamente en Bahía Blanca donde me encontraba circunstancialmente con menos de diez años, agarré en la televisión la historia de un novelista que llega a un extraño lugar, nada menos que a su pueblo natal, pero en lugar de inspiración la batalla no será sólo con las hojas en blanco sino con una especie de Drácula moderno que será el mecenas de una criatura muy fea, capaz de convertir en chupasangre a varios vecinos. La vi en blanco y negro y no la olvidé jamás. Hooper recupera el imaginario de la tradición e introduce variantes. Cuando el protagonista llega a Salem queda prendido de una casa en la colina (lo que antes entendíamos como castillo) y clava la mirada porque allí reside el mal. La escena remite a la llegada del Padre Merrin en El exorcista (1973) de William Friedkin cuando se para frente a la vivienda de Regan (se sabe, después de ese plano y ese enfrentamiento, las cosas ya no volverían a ser lo mismo). Como si se tratara de un western, la lógica de la película se permite jugar con la progresión de un duelo entre David Soul y James Mason, el del forastero y el del forajido, que se traduce visualmente también a los espacios. Pero como se trata de una película de terror, este no se hace esperar demasiado y la primera gran escena involucra a dos hermanos perdidos en un bosque. Uno de ellos regresa; al otro le toca peor fortuna. Convertido en vampiro, vendrá por la noche a buscar a su hermano. La situación la podemos rastrear en cualquier exponente del género; la manera en que filma Hooper, no. Un encuadre hacia la ventana nos introduce en la espesura de la niebla que eclipsa al cielo nocturno. De repente, en medio de esa cortina de humo vemos flotar al pequeño vampiro que comienza a rasgar el vidrio con las uñas pidiendo que le abran. Su rostro es enfermizo. Los ojos brillan. La elegante insidia de Hooper nos juega una mala pasada, porque en medio del horror quedamos hipnotizados por la belleza, y por supuesto nadie le niega la entrada a un hermano. Dos sonrisas se advierten con propósitos diferentes. Una pertenece a la alegría del reencuentro, la otra obedece a planes famélicos. Si hay algo que el terror no debe negociar es la experiencia traumática previa al acto en cuestión. Hooper cumple con creces y agrega poesía.

Otro momento antológico transcurre en un cementerio. La utilización de los encuadres con funcionalidad dramática es uno de los puntos antológicos de esta película, ni hablar del aprovechamiento de la relación entre campo/fuera de campo. Hay un personaje interpretado por Geoffrey Lewis que trabaja como sepulturero y será una víctima más. La manera en que sostiene todo el segmento Hooper es admirable, no sólo por el suspenso que maneja sino por la inquietud que genera el manejo de los espacios (concretamente los planos hacia arriba y abajo) y el aspecto siniestro que le suma el viento al paisaje. Cuando la sorpresa hace su aparición, ya pasamos por un estado de insuficiencia cardiaca.

Curioso es el guiño cinéfilo también que propone. No se trata de la típica canchereada autorreferencial a la que nos tienen acostumbrados unos cuantos, sino a un cariñoso homenaje para los amantes del género, muchas veces estigmatizados, olvidados o ridiculizados por las altas esferas académicas, incapaces de considerar que una película de terror pueda incluir belleza. Es decir, la poesía (también) está acá, en la belleza de los cuerpos, en sus imágenes manieristas, en los colores, en las caminatas por paisajes otoñales, hasta en la muerte. Y fundamentalmente en la idea de que la resistencia se lleve a cabo por un escritor y un pibe cinéfilo y fetichista, amante del género. La hermosa paradoja es que rodeado de monstruos en sus paredes, es el único capaz de alejarlos.

Durante muchos años evité ver nuevamente Salem’s Lot. Me pasó como al personaje del cuento de Ray Bradbury, Esa cosa al final de la escalera, que recién de grande se dirige a la casa donde pasó su infancia y su tormento a corroborar si tal cosa efectivamente existía. Yo quise comprobar si la película mantenía esa fuerza demoniaca de entonces. No puedo describir la sensación racionalmente, pero el estremecimiento está. A pesar de que hoy parece impensable en un contexto adverso (en el presente el terror, en su mayor medida, está pensado a partir de la impronta de las nuevas tecnologías y la cámara se mueve como si fuera un celular), ejerce aún una dosis de hipnosis capaz de crear varias noches de insomnio. ¿Cuál es la clave? Retomar la idea del miedo primario a la oscuridad, a la muerte, a la soledad.

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