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Días de radio (1987)



WOODY, CUÉNTAME UNA HISTORIA

Por Mex Faliero

(@mexfaliero)

Woody Allen ha estandarizado hasta el límite de lo mecánico el hecho de hacer películas. Es uno de los directores más recurrentes en la pantalla grande, con un promedio que está cerca de una película por año. Su imaginación es tan frondosa, que si no hay una historia importante para contar puede construir un relato en base a varios micro-relatos. Ejemplos hay varios en su filmografía, como Los secretos de Harry, donde el centro es el escritor que interpreta el propio Allen pero donde sus textos se vuelven material cinematográfico en forma de pequeñas viñetas cómicas. En este sentido, Días de radio ocupa un espacio de preferencia dentro de esa estructura pero que también se imbrica con otra de las caras del cine del director: la nostalgia por el pasado y la idealización del arte popular. Días de radio es de los 80’s, década a la que también pertenece La rosa púrpura del Cairo, un gran homenaje a los tiempos de los divos del cine en blanco y negro.

En Días de radio, Allen articula un relato que tiene como centro a una familia judía y especialmente al pequeño de la casa, que es quien lleva la voz en off pero ya de adulto. Esa voz es la del propio Woody y esa historia, aumentada y exagerada, bien podría ser la de su propia infancia en los años 40’s. Esa familia tiene una gran relación con la radio, cada uno tiene su programa o su conductor preferido, y así van surgiendo pequeñas historias decididamente apócrifas como la de aquel beisbolista que fue perdiendo parte de su cuerpo pero nunca la pasión por el deporte. Allen traza así un paralelo entre esa familia de clase trabajadora, sus sueños mínimos e imposibles, y la oportunidad que ofrecía la radio para escapar y vivir aventuras fascinantes. Pero también, a partir del personaje de Mia Farrow, el detrás de escena y las miserias de esos ídolos populares. Días de radio tiene chistes notables, ideas geniales como las del arranque en la que un par de ladrones participan de un programa de preguntas y respuestas, pero también esa melancolía que trasciende el habitual cinismo del director. Días de radio, por otra parte, representa un momento muy especial de Allen, donde ya había construido su personaje arquetípico, donde su talento no parecía tener techo y que culminaría pocos años después con Crímenes y pecados, un gran film síntesis de todas sus obsesiones. A partir de ahí, casi tres décadas de obras menos consideradas en las que parece reciclarse constantemente aunque ya sin el poder e inventiva de aquellos tiempos.

El final de Días de radio es fabuloso. La terraza de cierto hotel que algunos famosos utilizaban como espacio para desatar su libido es uno de los escenarios fundamentales de la película y toma gran protagonismo en el desenlace. Es la noche de Año Nuevo y mientras la familia se reúne en aquella casa de barrio obrero, los famosos y las estrellas celebran allá en lo alto de aquella terraza mientras cae una bella nevada. Las entelequias y los mundanos, unidos por una misma celebración, aunque lejanos en espíritu. Lo real y lo concreto escenificado por esa familia de judíos gritones que dudan de los rituales, mientras aquellos dioses del éter pasean su falsedad casi espectral. Una síntesis concreta de dos mundos que se unen en el recuerdo y gracias a la imaginación de un tiempo que era hermoso de verdad.

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