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Chucky: El muñeco diabólico (1988)



LO LÚDICO DEL TERROR

Por Rodrigo Seijas

(@funcinemamdq)

En la actualidad, la mayoría de los espectadores piensa en la saga de Chucky casi como un chiste, olvidándose que la franquicia comenzó a entrar en un tono definitivamente paródico recién a partir de La novia de Chucky, cuando el creador del concepto, Don Mancini, empezó a explotar el lado ridículo de la premisa. Un proceso similar al ocurrido con Freddy Kruger y sus pesadillas, cuyos inicios habían sido bastante truculentos e inquietantes.

Cuando se la repasa, Chucky: el muñeco diabólico no solo es un film de terror, que se dedica a dar vuelta como una media unos cuantos dulces mitos de la infancia, sino también un cuasi thriller paranoico, donde la figura materna es puesta en crisis desde la mirada exterior. El centro dramático es una madre que se va dando cuenta progresivamente que ese bello muñeco que le regaló a su hijo no solo tiene vida propia, sino que encima es el portador de un alma que resulta ser la de un asesino serial, aunque claro, nadie le cree. El director a cargo, Tom Holland, retomaba de este modo un tema similar al de su ópera prima, La hora del espanto: el de la soledad del personaje principal, sosteniendo una verdad que a oídos de todos suena inverosímil y definitivamente irracional.

Había un gesto de lucidez en el guión escrito en conjunto por Mancini, Holland y John Lafia, que era la simpleza con que justificaba la idea de que ese lindo muñequito estaba poseído por un asesino serial, a partir de ese recurso llamado magia vudú. Esa facilidad para explicar lo supuestamente inexplicable y sobrenatural, sin complicaciones seudo-filosóficas (muy típica del terror de esa época) reforzaba la empatía no solo con los miedos de la madre, sino también con los del niño, justificando plenamente el verdadero atractivo de la película: el de darle un marco narrativo y estético a los temores que siempre –sutilmente- nos acecharon en nuestra infancia.

Si Freddy Krueger irrumpía en el terreno del inconsciente y le daba materialidad a las pesadillas juveniles, explotando de paso las paranoias paternas, Chucky venía a personificar esos miedos de la niñez que eran tan ridículos como tangibles y que se enlazaban con las incertidumbres de la maternidad. La clave era una puesta en escena que tomaba lo cándido para encontrarle su lado siniestro, construyendo iconicidad en el villano casi desde el minuto uno, con una fina ironía que no dejaba de tomarse las cosas en serio en los momentos indicados. Había, a la vez, un diálogo con el contexto que hasta tenía sus resonancias políticas: por ejemplo, el nombre completo de Chucky era Charles Lee Ray, derivado de tres homicidas emblemáticos como Charles Manson, Lee Harvey Oswald (culpable oficial de la muerte de John F. Kennedy) y James Earl Ray (asesino de Martin Luther King). Tres mitos reales para crear un mito ficcional, tres hechos históricos para alimentar un personaje ficticio pero capaz de reflejar temores tan ingenuos como íntimos.

Con el paso del tiempo –y las secuelas-, Chucky iría agotando su planteo y, al igual que Freddy –y Jason, Michael Myers y varias criaturas más- se iría satirizando a sí mismo, ingresando incluso en el terreno de la comedia y respondiendo a los designios de audiencias cada vez más autoconscientes, que tan bien reflejadas estaban en meta-película que era Scream. Pero no viene mal recordar que cuando nació, supo encontrar el lado oscuro de los rituales lúdicos y, a la vez, jugar con las distintas herramientas genéricas del terror.

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