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Los 400 golpes (1959)



HUIR CON ANTOINE DOINEL

Por Rodrigo Seijas

(@funcinemamdq)

Mi infancia y adolescencia se parecieron poco y nada a la de Antoine Doinel, el protagonista de Los 400 golpes, esa seudo encarnación cinematográfica de Francois Truffaut (y un poco también de Jean-Pierre Léaud). No tuve unos padres insensibles que no me prestaran atención, no tuve grandes problemas con el sistema educativo, no me metí en líos con la ley, estuve bien lejos de acabar en un reformatorio. Sin embargo, la empatía que sentí con el personaje fue casi instantánea, a tal punto que todavía hoy me conmuevo cada vez que veo imágenes suyas. ¿Por qué?

Confieso que la respuesta se me escapa un poco pero lo cierto es que mi caso de fascinación no es único: estamos hablando de una figura icónica de la historia del cine –y no solo el francés-, que cautivó a multitudes a lo largo de ya sesenta años. Quizás en ese misterio esté parte de la (no) explicación: Antoine se nos escapa constantemente, huye a cualquier diagnóstico apresurado y acciona de formas que eluden los encasillamientos facilistas. Los 400 golpes no es una película con una bajada de línea social, por más que su relato atraviese a instituciones casi inamovibles como la familia, la escuela o imaginarios caratulados bajo los paraguas de lo que llamamos “niñez” o “adolescencia”. De hecho, se la pasa poniendo en crisis a todas esas construcciones sociales, mientras muestra casi desprecio por cualquier tipo de lectura ideológica, política o psicosocial.

Antoine no busca redenciones, no brinda las respuestas esperadas a un psicólogo en una entrevista, es el “niño problema” con el cual nadie quiere lidiar y muchas veces no lo podemos explicar, e incluso no lo queremos explicar. Es que, al fin y al cabo, todos hemos tenido momentos donde accionamos de una manera casi irracional, rompiendo con todo y todos. Antoine representa ese malestar constante, esa búsqueda de anarquía permanente, esa huida de las convenciones y lo establecido por los marcos sociales. Es la frustración hecha cuerpo, la angustia liberada y explicitada desde el acto de correr como algo épico y sin un sentido definido a la vez.

Las emociones que genera Los 400 golpes son bellas desde lo indefinible, desde su voluntad inquebrantable de asentarse en lo inclasificable, aunque su rasgo indudable era lo subjetivo, esa firme sensación de que detrás había un cineasta contando su propia vida, sus vivencias a flor de piel e interpelándonos con ellas. Truffaut, cineasta brillante –pero no cínico- en su autoconsciencia, se dio cuenta enseguida que había creado un personaje inoxidable y casi infinito desde su paradójica finitud. Por eso luego vendrían nuevos capítulos de la vida de Antoine con el cortometraje Antoine y Colette, y los largometrajes Besos robados, Domicilio conyugal y El amor en fuga, que seguirían con una fidelidad indestructible su errática existencia.

Pero Antoine Doinel no estaría solamente en sus películas. Con su extraordinaria ópera prima que es Los 400 golpes, Truffaut no solo terminaba de poner en el mapa del cine mundial a la Nouvelle Vague, sino que sacudía las vidas de otros cineastas y les otorgaba un referente sobre el que delinear otras obras y personajes. Doinel sería replicado, reinterpretado o reversionado por Steven Spielberg en ET o Atrápame si puedes; Robert Zemeckis en la saga de Volver al futuro; o Leonardo Favio en Crónica de un niño solo, por citar apenas un par de ejemplos. Y también por nosotros mismos, ya que todos hemos tenido esos momentos donde pateamos el tablero, donde nos salimos de lo previsible, donde salimos a correr huyendo de nuestras propias identidades y mandatos.

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