No estás en la home
Funcinema

Oscars 2019: El año en que vivimos en peligro

Por Guillermo Colantonio

(@guillermocola)

Es inminente una nueva entrega de los premios Oscar. Falta poco para que comencemos a despotricar contra la alfombra roja y quienes conducen la previa con esas voces impostadas y contra la horrible traducción. También, seguramente, están hechas las apuestas, armada la timba, de quienes aprovechan la ocasión para jugarse unos mangos, sobre todo en esas categorías impredecibles. Porque si hay algo predecible en esta edición es la proclama complaciente, no sólo de los discursos y los gestos que se vienen, con su apócrifos vientos de integración, sino en las películas mismas que participan en la competencia principal. A todas ellas las he visto, de todas ellas he vertido comentarios en diversos lugares, expresiones netamente subjetivas, gritos de indignación o moderadas alabanzas. En síntesis, todos los años jodemos con la Academia, pero vemos la transmisión. El repaso por las nominadas al máximo galardón tal vez permita develar el síntoma de esa patología que azota al mundo mediático más conservador: lo políticamente correcto.

Hay dos películas que me resultaron totalmente indiferentes. Probablemente sea yo quien se aleje de ellas por motivos personales. Pantera negra (Ryan Coogler) me dejó afuera rápidamente. Nunca pude entrar en su lógica de cómic adaptado, de movimientos de cámara asociados a los videojuegos ni a su espíritu alegórico travestido en la asimilación de la cultura negra. El gesto industrial de quedar bien con la cultura afroamericana en este Siglo XXI es tan fantasioso como las imágenes/viñetas que ofrece esta súper producción. La industria lo expresa claramente: el único lugar en el que vean a Africa ensalzarse es en una ficción. Cuando aparece la palabra fin, el sueño terminó. Lo más llamativo de gran parte de la crítica es creer, más allá del placer que pueda generar la película (cuestión que no se negocia ni se discute), que Black Panther “abre ventanas” a favor de la diversidad, la igualdad y la inclusión dentro del negocio del espectáculo.

También es poco comprensible el entusiasmo que despertó la pálida nueva versión de Nace una estrella (Bradley Cooper), sobre todo si el principal argumento es el supuesto hallazgo de Lady Gaga para la pantalla grande en un rol dramático. ¿Y el resto? Bueno, el resto es un insufrible tour de force de Cooper haciendo de reventado emulando a tipos como Eddie Vedder. Si el éxito de una película musical radica, entre otras cosas, en el grado de empatía que generan sus canciones, a mí no me movieron un pelo (bueno, en realidad, tengo pocos) y la famosa canción me resultó, como toda la historia, un monumento a la sobreactuación.

Ligada también al campo de la música, todas las expectativas están puestas en Rapsodia bohemia (Bryan Singer), un tanto inflada por el incondicional amor a la banda, y sobre todo a Mercury. Está bien, la pasión no se negocia, sin embargo, son pocos los méritos cinematográficos en esta historia que me hizo acordar a los telefilms de la señal Hallmark. Es sabido el halo santo que atraviesa a esta clase de films donde nada se cuestiona, donde los músicos aparecen con pelucas horribles y los argumentos giran en torno al sueño romántico del reviente asociado al rock. Singer se cuida de no caer en esos tópicos y, al estar la película patrocinada por dos miembros de la banda original, se nos regalan las canciones interpretadas por Queen. Este signo bastó para que muchos exageraran las virtudes de una película mediana, emotiva, pero mediana. Eso sí, la música muy linda, pero por momentos me perdí: no sé si estaba viendo Rapsodia bohemia o La era del hielo (¡ay, esos dientes de Rami Malek!).

Cuando veía Green Book (Peter Farrelly) pensaba: este mundo se cae a pedazos. Quién iba a decir que Peter Farrelly abandonaría las guasadas para filmar una historia edulcorada, políticamente correcta, con todas las marcas de cineastas de moda al estilo de Barry Jenkins. Decir que está Viggo Mortensen. En fin. Es lo que nos toca.

Green Book invoca los espectros de Mississippi en llamas (1988), aquella película de Alan Parker que comparte con esta un engranaje apto para los premios, sin ofender a nadie y buscando un símbolo de paz. El disparo argumental es el trillado viaje que deben emprender dos personajes opuestos en una época difícil. Uno es un guardaespaldas italiano bien estereotipado que se llama Tony Lip Vallellonga; el otro un negro músico, Dr. Don Shirley, excelente pianista, que lo contrata para realizar una gira. El tema es que tiene que ir a estados pesaditos de EE.UU. donde la segregación está a la orden del día. Lógicamente, Farrelly explota todos los lugares comunes de este tipo de relación, cuya evolución incluye escalones que van desde el desprecio hacia el cariño. De hecho, el título alude a una guía que entonces consultaban los negros para enterarse a qué lugares podían ir o no.

El principal inconveniente no es el grado de disfrute y la empatía que pueda lograr la pareja protagónica con el espectador, sino la hipocresía manifiesta de la industria donde la mirada de un blanco aborda la conflictiva vida de un músico negro y homosexual con la estupidez sentimental que muchos aplaudirán (seguramente los mismos que odiaban las comedias escatológicas dirigidas con su hermano). El cine americano continúa subestimando al público en relación al pasado y ofrece estas miradas edificantes, con “valores” aptos para blancos con la conciencia tranquila de que estas cosas ya no ocurren en el país. Busca historias basadas en hechos reales y aporta información que no supera la calidad de Wikipedia para que nos aterroricemos de lo mal que trataban a los negros (no todo el cine americano, por supuesto; afortunadamente existen tipos como Tarantino y Eastwood que hacen pito catalán a la corrección). En efecto, el viaje que inician ambos personajes hacia 1962 es un manual de obviedades y buenas intenciones encubiertas con fines comerciales y académicos. A esto último contribuye una paleta fundada en colores atractivos y una prolijidad inofensiva.

Volvimos a la época de Conduciendo a Miss Daisy, otra película de los ochenta pero con roles invertidos (en la de Bruce Beresford el chofer era negro). Es lo que permite la Academia en los tiempos de Trump (como en su momento lo hizo en la era Reagan): hacernos creer que se defienden los derechos de las minorías con la estética propia del colonialismo cultural. Así está el mundo: todo lo sólido se desvanece en Netflix.

Algo similar ocurre con El vicepresidente: más allá del poder (Adam McKay), otro director que empezó a navegar en los mares concesivos más burdos de la industria. La Academia omite y la Academia permite. Hoy está de moda la corrección política y los señores que eligen las candidatas a los premios Oscar aprueban que una película con cáscara revulsiva, que supuestamente muestra las entrañas manipuladoras y teatrales del poder gubernamental en EE.UU. compita por el premio mayor (sabiendo que no va a ganar nada más allá de las actuaciones). Los americanos se permiten mostrar, varios años después, a George Bush (hijo) como un payaso borracho y a su vice como un oportunista cuyo matrimonio parece replicar a la pareja de Macbeth de Shakespeare (si hasta recitan pasajes en la cama). La película de McKay tiene marcas genéricas de sus comedias, pero más atemperadas y preocupadas por bajar justificaciones que por demoler los discursos del poder. De hecho cierra con un plano donde el desagradable personaje que interpreta Bale nos vomita en la cara su pragmatismo. El resultado: un estiramiento a base de latiguillos que repiten esquemas al estilo House of cards. La política como teatro de monigotes y burócratas es un tema trillado, y si lo aborda un americano, el resultado suele ser éste: la transgresión enmascarada dentro del sistema. McKay y Farrelly con Green Book abandonan su costado encantador para ser encantados por las serpientes de la corrección política. Como siempre, dejo antídotos por si alguien quiere tomarlos. Niebla de guerra (The Fog of War: Eleven Lessons from the Life of Robert S. McNamara, 2003) de Errol Morris.

Lo triste es que otros años uno podía encontrar películas como Sin nada que perder (David Mackenzie) aunque supiera que no iba a ganar nada. Ahora, ni eso. Bueno, en realidad sí. Está El infiltrado del KKKlan (Spike Lee), que tampoco va a ganar, por supuesto. Hace un tiempo, más precisamente cuando se estrenó Django sin cadenas de Tarantino, Spike Lee puso el grito en el cielo indignado por la forma en la que Quentin retrataba a “sus hermanos negros”, los “disfrazaba con ridículas ropas de colores” para que “hicieran de héroes hollywoodenses”. La objeción se fundaba sobre la supuesta falta de verosimilitud histórica, una importante pavada que el propio Tarantino, para quien la única patria posible es el cine, desestimó de manera elegante: al que le interese la historia, que vaya a consultar los libros o Wikipedia. Y Quentin tenía razón. En pleno Siglo XXI, el cine está para otras cosas, para retorcer la historia, para cometer anacronismos, para ser salvaje. Allí están los bodoques como 12 años de esclavitud para continuar la tradición de los bodrios melodramáticos edulcorados por el sistema.

Increíblemente y por fortuna, Spike Lee hace en El infiltrado del KKKlan, su última película, todo aquello que le criticaba a Tarantino y el resultado es buenísimo: se caga de risa de la derecha, juega con las referencias cinéfilas, parodia los gestos políticos de las minorías negras y no escatima en trazo grueso y la música incluida invita a bailar con ellos. Es decir, Lee se descontractura, abandona el ceño fruncido y se permite filmar la aventura de Ron Stallworth (interpretado por John David Washington) quien a principio de los años setenta se convirtió en el primer detective negro del departamento de policía de Colorado Springs, el cual decide hacer algo por su comunidad llevando a cabo la misión de infiltrarse en el Ku Klux Klan. Su compañero es Adam Driver (en su mejor rol hasta el momento), involucrado en el insólito juego de simulación. Puede que a los puristas del “cine verdad” les moleste el costado caricaturesco de la cuestión (como también les molestó en el magnífico primer episodio de la última de los Coen), sin embargo, eso es justamente lo que le inyecta energía a la situación, sumado a la ironía y el humor. No hace falta subestimar la capacidad del espectador con información repetida acerca de la Historia, sino apuntar significativamente a torcer el curso de los hechos para evitar las convenciones discursivas en torno a la verdad.

Hace también unos cuantos años, Borges escribía: “Séame permitida aquí una confidencia, una mínima confidencia. Durante muchos años, en libros ahora felizmente olvidados, traté de redactar el sabor, la esencia de los barrios extremos de Buenos Aires; naturalmente abundé en palabras locales, no prescindí de palabras como cuchilleros, milongas, tapia, y otras, y escribí así aquellos olvidables y olvidados libros; luego, hará un año, escribí una historia que se llama La muerte y la brújula que es una suerte de pesadilla, una pesadilla en que figuran elementos de Buenos Aires deformados por el horror de la pesadilla; pienso allí en el Paseo Colón y lo llamo Rue de Toulon, pienso en las quintas de Adrogué y las llamo Triste-le-Roy; publicada esa historia, mis amigos me dijeron que al fin habían encontrado en lo que yo escribía el sabor de las afueras de Buenos Aires. Precisamente porque no me había propuesto encontrar ese sabor, porque me había abandonado al sueño, pude lograr, al cabo de tantos años, lo que antes busqué en vano.”

Creo que Spike también encontró lo que antes buscaba en vano.

En La favorita (Yorgos Lanthimos) hay tres mujeres y tres actrices descomunales (Olivia Colman, Emma Stone y Rachel Weisz); también, una historia de perversiones y de poder enmarcada en el reinado de Ana, la última soberana de los Estuardo, con grotescos toques de telenovela, varias pelucas y un universo femenino autosuficiente frente a los hombres patéticos encerrados en rituales propios de chiquilines aburridos. Lanthimos es el constructor de toda esta maldad sofisticada y filma de manera tal que nunca nos olvidemos de su marca personal. No me refiero a un rasgo de estilo, sino a la obsesiva necesidad de lucirse con variados artilugios (encadenados, grandes angulares, perfectas simetrías). Un poco más vivaz que en sus películas anteriores, el suntuoso mundo de La favorita es un feroz intercambio de guachadas elegantes sostenidas por las actrices. Hay diversas formas de representar la condición humana en el cine y la de Lanthimos es seductora, sin embargo, cuando se pela la cebolla estética no hay más corazón que odio y el guiño de ojo de un piola que sabe bien lo que hace.

Y finalmente la frutilla del postre. No por ser la mejor película de las que figuran en competencia sino por la cantidad de voces que se pronunciaron al respecto desde que Netflix anunció su aparición. Hay que decir que la campaña publicitaria de Roma (Alfonso Cuarón) ya se anticipaba en diversos recorridos por festivales y carteles publicitarios varios con su rayito de sol entre los cuerpos que se ven en la foto (escena correspondiente al momento culminante de la película). Roma es de una belleza abrumadora. Negar esto es tan ridículo como no emocionarse con ET en bicicleta cruzando la Luna. ¿Qué duda cabe? Además, es una película hecha para eso, para hipnotizar con su exquisita e hiperrealista fotografía en blanco y negro. Ya desde el comienzo se nos mete en ese regodeo estético como si fuera una cárcel: el agua que corre sobre un patio y un avión que se refleja, deslizándose lentamente (más adelante, también se verá otro avión, con un movimiento llamativamente parsimonioso en otra situación). La lentitud del desplazamiento es la misma que caracteriza los travelling laterales de Cuarón para introducirnos en esa casa de clase media/alta mexicana donde trabaja Cleo, la protagonista. Como en sus films anteriores, volvemos a la lucha de una mujer en medio de su entorno. Es difícil no resistirse al poder de las imágenes y prácticamente no hay respiro al respecto. Cálculo, cálculo y más cálculo. Una especie de preciosismo llevado hasta las últimas consecuencias, donde todo, absolutamente todo, queda igualado bajo el mismo patrón estético. Entonces, en el contexto de la película, Cuarón filma del mismo modo el plano detalle de un sorete de perro como un parto dramático (muchos hablaron de esta escena con objeciones; yo la veo igualada con otras por el mismo hecho de que la labor estética nivela todo, como si fuera lo mismo). No existen los matices porque están agobiados, invalidados, por un ojo riguroso que elige ahogarse en la forma.

Y si bien se presentan aspectos de la historia que son conmovedores, siempre prevalece la mirada distante, el reposado acercamiento a un mundo perdido en el pasado, observado de modo documental pero para empalagar la vista. Que los mercados comiencen a incluir en sus plataformas estos proyectos bajo el “rótulo de directores independientes” o para legitimarse como “cine arte” es lógico en los tiempos que corren. Roma arrastrará con los premios y está concebida su luz para los enormes televisores hogareños. Es un eslabón de la tendencia que nos gobierna en el mundo de fantasías digitales, propensas, incluso, para tocar temáticas sociales, extraviadas entre las sombras del buen gusto. Muchos han leído en el título (más allá del nombre del barrio) un linaje con el neorrealismo italiano. Basta ver las motivaciones estéticas, éticas y políticas, para alejar a Roma años luz de cineastas como Rossellini, De Sica y Fellini, por citar algunos. Otros hablan de un homenaje a las empleadas del servicio doméstico, aquellas que el mismo Cuarón conoció de la infancia. Bueno, se me ocurren dos cosas. El punto de vista nunca se sostiene desde la mirada de ninguno de los chicos (lo cual hubiera sido otra historia). Por otro lado, los vínculos entre los personajes, divididos por mundos sociales hasta hoy irreconciliables, parecen extraídos de esas fotografías patéticas de all inclusive donde millones de turistas juegan a ser bondadosos y macanudos con los empleados explotados por las corporaciones hoteleras.

Por ello, Cuarón, no sea careta amigo. Usted tiene gran talento. Pero esta no se la creo. ¡¡Ay, ese rayito de sol perfecto colándose entre los abrazos!!

PD: los mejores antídotos para Roma: El Buñuel mexicano, un buen spaghetti western de Sollima, Leone o Corbucci, y encontrarán el cine que no se enseña en las academias. También Molotov y ¡¡Viva México cabrones!!

Comentarios

comentarios

Comments are closed.