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El exorcista (1973)



2001: NUESTRO AÑO FELIZ

Por Matías Gelpi

(@matiasjgelpi)

No recuerdo otro año más cargado de sucesos relevantes para mi vida que el 2001. Sí, ya sé que ese año cambio la vida de prácticamente todo el universo, pero quería subrayar el hecho de que hay una buena cantidad de postales de la perdición a las cuales le tengo que poner la etiqueta de esa fecha. En mi álbum está el recuerdo triste de la muerte de algún ser querido; la desconcertante adrenalina por la caída de las Torres Gemelas; la sensación de que con Racing campeón a la fuerza, sumado a la desintegración social de la Argentina, era la confirmación concreta de que ya no había futuro posible; y un miedo que todavía no puedo olvidar, el que sentí cuando el padre Karras abre la puerta de la habitación de Regan por enésima vez y ve a su madre llorando reclamándole que la haya abandonado en un asilo. Porque además de todas las maldiciones, en ese año se había reestrenado El exorcista, y a mis oídos de 15 años  (en la extrañísima era pre-google)  había llegado la noticia, probablemente suministrada por alguna campaña de marketing, de que se trataba de la película más terrorífica de la historia.

La historia de cómo hice para verla quizás no le interesa a nadie pero es digna de una mínima mención, es casi una réplica de un capítulo de Stranger Things: junto a dos amigos viajamos a Tandil a verla (dejemos de lado la connotación religiosa de la ciudad y que fuimos en Semana Santa), porque en Ayacucho, el pueblo natal, no solo no funcionaba el cine, sino que no había copias de la película en los videoclubes locales. La medianoche lluviosa en la que finalmente vimos El exorcista fue una revelación: adelante unos pibes más grandes se reían, tomaban gaseosa y ostentaban que la película no los asustaba ni un poco. A mí, un par de asientos más atrás, me cambiaba la vida: un poco para bien, terminaba de reconocer que el cine me interesaba mucho más que de lo que yo pensaba; un poco para mal, porque esa noche no dormí obviamente, y porque aún hoy, con muy poco esfuerzo mental los fotogramas fantasmales de Regan gritando y la madre de Karras aparecen vividos en mi cabeza. Es una maldición que como tal tiene ventajas y condenas, una maldición de 1973 que llegó a mí en el 2001, ese año endemoniado.

Alguna vez, en sus mejores épocas, Homero Simpson dijo: “para qué quieren nuevos grupos, todos sabemos que el rock alcanzó la perfección en el 74, es un hecho científico”. El cine en los 70, como todos saben, estalló por los aires, fueron éxitos descomunales: una porno, una película sobre un tiburón gigante, una novelita espacial con un villano con problemas pulmonares, y también una sobre un cura que quiere sacarle el demonio a una niña de 13 años, algo que los curas siguen haciendo con otros métodos. No podemos decir que El exorcista represente la perfección en el cine de terror, pero es uno de sus momentos más altos y también más populares.

Poco hablamos del director, el excepcional William Friedkin, no lo busquen en Netflix porque les va a aparecer un documental que hizo hace poco  sobre un exorcista “real” que a pesar de ser divertido es un poco vergonzoso. Aunque mínimamente vale la pena ver Contacto en Francia, que es una obra maestra y ayuda entender qué clase de mente estaba detrás de la película más terrorífica de todos los tiempos.

El exorcista es de esas obras que parecen arrastrar una simbología propia, tiene ese carácter de evento trans-generacional que la gente recuerda a pesar de que no hayan visto otra película de terror en su vida. Es como De la Rua en el helicóptero o las Torres Gemelas: todos tenemos nuestras conclusiones, nuestras explicaciones  y especulaciones con el diario del lunes, pero hubo un instante ese día en el que nos quedamos quietos, pasmados, en silencio observando el horror.

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