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Desayuno en Tiffany’s (1961)



LOS ANÓNIMOS

Por Mex Faliero

(@mexfaliero)

Pocos directores tienen la habilidad de sintetizar con pocas imágenes el valor de una película y, además, de generar una iconografía que la vuelva inmortal. Y Desayuno en Tiffany’s (que en su momento se estrenó por estas tierras como Muñequita de lujo), de Blake Edwards, es de esas películas que pueden resumirse en apenas tres secuencias. Y no hablaremos del japonés que interpretaba Mickey Rooney, que hoy sería improbable en estos tiempos de corrección política.

La primera es el mismísimo prólogo, con la Holly de Audrey Hepburn dándole sentido al título: madrugada de lo que ha sido otra de sus noches (ya nos enteraremos), un regreso a casa previo paso por la vidriera de Tiffany’s, mientras desayuna a las apuradas. El look de Holly es lo más chic del mundo, sobre todo en una época donde lo chic era lo que debía ser: elegancia y refinamiento que no es más que la superficie de un alma en pena que merodea a la alta sociedad neyorquina mientras sobrevive en los arrabales y sólo puede ver el lujo desde afuera. Sólo esas imágenes, acompañadas por la hermosa melodía de Henry Mancini (y la fotografía magistral de Franz Planer), nos resume un mundo artificial que no es más que el puro artificio que desprende la película: Edwards asume su adaptación de la novela de Truman Capote como la oportunidad para burlarse en sordina de la clase alta, de sus fiestas, de su apariencia, de sus lujos que no son más que el revés de la tristeza interior. Aunque todo sea chispeante y pura espuma en la película. El centro es Holly, pero también es el Paul de George Peppard, dos que disfrutan un poco las sobras mientras esperan ocupar un lugar en ese mundo superficial.

La otra secuencia notable es la de la fiesta que brinda Holly en su departamento, porque ahí podemos ver en acción la construcción de algo que podemos definir como estilo Blake Edwards y que se estilizaría más adelante con films como La pantera rosa o La fiesta inolvidable. Esto es una apuesta por la comedia lunática, por la acumulación de personajes y situaciones carentes de un hilo narrativo pero que en la sumatoria construyen un todo compacto de pura hilaridad. Sin embargo, lo que le da cohesión es una estética sofisticada que en los 60’s evidenciaría la crisis de los 50’s y nos prepararía para los más lisérgicos 70’s. Hay en esos pasajes una concepción de lo superficial que arrastra cierta elegancia conservadora, que se va relevando progresivamente hasta una locura que desacopla las estructuras. En ese pasaje de Desayuno en Tiffany’s todo se vuelve una screwball comedy acelerada y decididamente cómica.

Para el final dejamos el epílogo mismo -y sepan disculpar el spoiler-, que es de una belleza y una economía narrativa notablemente clásica. En Desayuno en Tiffany’s hay un gato que es un personaje más, un gato sin nombre que hacia el final desaparece y moviliza a Holly y Paul. Pero a esa altura Holly ya no es Holly y Paul ha sido otros nombres. La identidad es crucial aquí, identidad que desacredita estaturas sociales y pertenencia. Y en la gran ciudad, la Holly que no es Holly, el Paul que ha sido otros nombres y el gato sin nombre no podían terminar más que formando una comunidad de una disfuncionalidad apenas esbozada en ese Hollywood todavía clásico. Por eso la última imagen es notable: el gato aparece, la lluvia cae a raudales y el plano toma a los amantes desde el callejón sin salida. Los anónimos, finalmente, comerán perdices, ahí, entre las sobras.

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