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Sapos bien filmados

Por Mex Faliero

El colega Pablo Sirvén, periodista del Diario La Nación, continúa en su carrera por convertir al periodismo cinematográfico en una variante más del ejercicio contable. Desde hace un tiempo a esta parte está más preocupado en los ingresos que genera el cine nacional que en su calidad, y esto quedó sentado en un nuevo artículo que firmó días atrás en el matutino (http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1306013) y que promocionó alegremente a través de su Twitter. Atención que no está mal especular con la posibilidad de que el cine nacional se convierta en una industria rentable -o en una industria, a secas-, ya que esto significaría trabajo para muchísima gente. Lo que sí está mal es pretender que el cine como elemento artístico se convierta en algo subsidiario de la mercancía y los números.

En cada comentario de Sirvén no hay sólo un deseo de que se edifique esa industria, sino de que además esto sea a costa del recorte en el aporte que el Estado hace a aquellas producciones más arriesgadas y menos populares. Y esta discusión, que vuelve cada tanto y que fue reinaugurada a la luz de los primeros éxitos de Juan José Campanella, está motivada hoy por las magras cifras que ha obtenido el cine nacional en este 2010, donde apenas Igualita a mí arañará el millón de espectadores. Pero, además, existe habitualmente una condena hacia aquella crítica que celebra un cine al margen de lo popular, al que muchas veces se identifica bajo el mote de “Nuevo Cine Argentino”. Al discurso de Sirvén son muchos los que se han sumado.

Y reitero, no está mal desear que la Argentina tenga una industria cinematográfica con éxitos de taquilla -aunque ya veremos también que hay éxitos de taquilla nocivos-, pero condenar a todo aquel que se corra del centro, tildarlo de snob o elitista o intelectualoide -como se lo ha hecho-, es una actividad abominable. Tener como fin el horizonte de la venta de entradas es para la crítica, cuanto actividad, una postura mezquina; y es para la crítica, como consecuencia de esta, una posición peligrosa y perjudicial. El crítico no está para crear público ni un movimiento cinematográfico. Está para juzgar cada obra como elemento único e intransferible. Ponerse en otro lugar, además, es una conducta estúpida cuando la crítica de cine ha perdido el peso que tenía hace décadas, y hoy el espectador concurre por otras variantes más complejas que la calificación que le pone tal fulano en determinado medio.

Aunque dejemos en paz un poco a Sirvén, puesto que en esta ocasión tuvo la inteligencia, al menos, de cederle la palabra a otros integrantes del círculo que construye esa industria: directores, productores, distribuidores, críticos. En el texto titulado El cine argentino necesita crecer, que por lo demás creemos que está justificado sólo por el hecho de tener que decir que Gaturro -personaje que se publica en el diario donde escribe- había vendido 120.000 entradas en sus primeros días, Sirvén se pregunta nuevamente -y ya cansa- qué tiene que hacer el cine argentino para convocar un público mayor. Obviamente se celebra el éxito de Igualita a mí y se muestra, otra vez, que la gente no acompaña al cine nacional (sólo las mencionadas, más Carancho, Dos hermanos y Pájaros volando, hasta el momento, pasaron las 100.000 entradas vendidas en el año). Y aquí una pregunta que surge, de puro malicioso nomás: ¿no era que con el gran logro de El secreto de sus ojos el cine argentino se posicionaba como industria? Esas máximas que tira el periodismo irreflexivo, que nunca tienen una relectura o de las que nadie, a la vuelta de la esquina, se hace cargo.

Entre los testimonios buscados por Sirvén surgen algunos más interesantes que otros. Y algunos, incluso, respetables. Por ejemplo el ex titular del INCAA, Miguel Onaindia, dice muy razonablemente que se debe “cambiar la ley de fomento porque es vetusta; no registra los cambios de producción y la renovación de formatos tecnológicos y proviene de una dictadura militar”; mientras que Gustavo Noriega, director de El amante, sostiene muy criteriosamente que se “debería restringir la cantidad de estrenos argentinos por año; destinar varios de ellos (muchos documentales) a su canal natural de exhibición, que es la TV, y propiciar la conversión a digital de las salas de proyección”. Esto último es interesante porque permite achicar los costos de producción. Y por ejemplo desde la Cámara Argentina de Exhibidores Multipantalla, Leo Racauchi dice que es “fundamental contar con promoción antes del lanzamiento de cada película”.

La discusión de fondo, intuye uno, debería ser: sí, queremos una industria de cine, pero ¿a costa de qué? ¿Sirve que una película como Bañeros 3 lleve un millón de espectadores? Puede ser funcional al movimiento monetario que se precisa, pero ¿cuál es el motivo de celebrar una película que atrasa ideológicamente y que pauperiza la cultura popular? Un tipo con el que uno puede discutir algunas cosas, como Gastón Duprat, dice algo inteligente: “si son películas con ideas, hechas con compromiso y valoración del espectador, es fantástico que se llenen las salas. Pero si los cines se llenan con películas berretas, copiadas, diseñadas de manera aviesa, francamente ese éxito me parece nocivo”. El desafío que propone el director de El hombre de al lado es básicamente existencial: “el ideal es que sea popular y de altísima calidad”.

Pero en este rejunte de opiniones hubo una que, particularmente, me causó algo que no podría definir de otra forma que no sea asco. Copiemos textualmente lo que dijo el director Alejandro Agresti y luego lo discutimos: “hay que analizar y admirar el trabajo de tipos como Campanella, Kaplan, Suar, etc., sin análisis perezosos, sin envidias que frenan, sin inmateriales ansias de convertirse de un día para el otro en un Orson Welles; entender que la crítica cinematográfica está hecha, en su gran mayoría, de tipos que no saben filmar un sapo. Por eso, son engañados tan fácilmente con pastiches y poses seudointelectuales, más allá de su buena voluntad”.

Agresti, estimado, ¿usted es el mismo de películas como El acto en cuestión y El amor es una mujer gorda? ¿Es el mismo de la celebrada Buenos Aires viceversa? Celebrada, casualmente, por ese mismo sector de la crítica al que usted asegura que es fácil engañar “con pastiches y poses seudointelectuales”. Si esto es así, usted se ha convertido en el Keyser Soze del cine: con un chasquido de dedos nos reveló que esas películas suyas no eran más que una fantasía y un artificio. O acaso usted ya no sea aquel y sea el de Valentín, el de La casa del lago. Es más, es muy probable que sienta un poco de vergüenza del que fue. Pero eso no lo sé, sólo hago una especulación a partir de sus dichos. Y vamos, utilice un argumento un poco más elaborado para desguazar a los críticos. Correr a la crítica por el lado de la seudointelectualidad atrasa, como mínimo, 40 años. ¿Por qué el prejuicio de que la crítica sólo infla películas intelectuales o bodrios europeos? ¿Acaso no inflamos, como he inflado yo personalmente, una de tiros y explosiones como Avatar que para muchos es una boludez naif y regurgitada? ¿Acaso no están los que inflan películas trogloditas como Igualita a mí -vamos, leímos este año a la crítica oficial de este país- porque Suar les debe caer simpático dejando pasar su contenido reaccionario? El argumento del crítico pedante a esta altura es un cliché. Hay críticos, aplaudidores profesionales, que también celebran los éxitos mediocres -“sin intenciones de ser Orson Welles”, dirá usted- porque le hace bien al cine nacional. Defender un éxito de taquilla malo (y nacional) está bien porque lo ordena el mercado, defender un bodrio intelectual (y nacional) está mal. Bueno, al menos en esto último estamos de acuerdo. Igual ¿qué es un bodrio y qué no lo es? Materia para otro texto.

Agresti, decir que los críticos opinan mal porque “no saben filmar un sapo” además de reaccionario y poco democrático es una estupidez. Es como cuestionar a un comentarista deportivo porque nunca pateó una pelota. Para el caso, la gente entonces aplaude, no sé, El secreto de sus ojos -que se ve que a usted le encantó- porque es ignorante y tampoco sabe filmar un sapo. Y lo digo yo, sin justificación alguna y sólo porque se me canta. A no ser que el público tenga una formación audiovisual que los críticos desconozcamos. En todo caso la realización y el disfrute del cine sólo debería quedar reservado a quienes saben filmar un sapo. Más allá del exabrupto intento demostrar el absurdo de estos argumentos que, si molestan, es porque se han convertido en un discurso demasiado instalado. En todo caso, siguiendo su lógica desmañada, le podría decir que la opinión de los directores de cine, en su gran mayoría, proviene de gente que no sabe opinar porque carece de elementos para formar un discurso, cosa que se aprende en la Escuela de Periodismo.

En el fondo, estimo, todos queremos que al cine nacional le vaya bien. No entender que en la variedad de propuestas y de gustos, pero siempre sosteniendo un criterio de calidad, se encuentra la clave es perder el norte. Recién con una base de buen cine, de películas festivaleras y de películas taquilleras, podremos lograr una industria. Creer que el camino es inverso es una gran equivocación. “Hay que recordar que la voluntad sirve para empezar a correr, no para terminar”.

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